Calle Larios | Desescalada en Málaga

Cambiar el chip

  • Conforme la ciudad avanza hacia la Nueva Normalidad, más evidente es la necesidad de hacerse a la idea de que algunas cosas no volverán a ser lo que fueron

  • Eso sí, no todos parten en igualdad de condiciones

Camino a la Nueva Normalidad de mano de la Vieja Desigualdad.

Camino a la Nueva Normalidad de mano de la Vieja Desigualdad. / Javier Albiñana (Málaga)

En Puerta Nueva pica el sol como si el verano hubiese conquistado ya sus mayores cimas. De las alcantarillas emana un efluvio pestilente que contrasta con el mediodía espléndido, apto para dejarse llevar sin más y obedecer a los instintos primarios. Las tiendas reciben a sus clientes y los bares ofrecen sus terrazas a comensales y acólitos de la primera cerveza de la jornada, todavía recelosos de la posibilidad de pasar al interior. No hay mucha gente, pero la estampa, a pesar del uso mayoritario de las mascarillas, se corresponde con una ciudad viva, despierta, que busca su compás en el caudal que conecta el corazón y los músculos. En el banco situado frente a la sede de Turismo Andaluz hay un hombre sentado. No lleva mascarilla, pero sí una gorra negra que apenas cubre su pelambrera sucia. Luce un bigote tupido y una camiseta que apenas logra abarcar la mitad de su orondo tripón, vertido así al sol con una absoluta falta de complejos. El hombre custodia a su lado un carrito de la compra raído y esquelético, pero no viene del mercado ni parece tener intención de ir después. En éstas, empieza a sacar una mercancía que revisa sin excesivo esmero, pieza a pieza, devuelta cada una al fondo de tela tras la correspondiente inspección. Y así comprobamos que lo que el hombre guarda en su carrito son hierros, plásticos, un marco que debió contener algún cuadro, envases variopintos, algunos utensilios de menaje y, en fin, una diversa aunque no abultada consideración de chatarra. Lleva un rato rebuscando entre los contenedores de basura del entorno, hace apenas un rato se encontraba en plena faena en la calle Mármoles y ahora ha decidido tomarse un descanso mientras practica una tasación aproximada, con lo que cada fragmento, cada objeto inútil, reviste entonces una calidad discreta relativa al deseo. Mientras el hombre continúa su escrutinio, una joven cruza la calle. Viene desde la Tribuna de los Pobres con la mirada clavada en el suelo. Lleva puesta otra gorra en la cabeza, en una curiosa uniformidad con el hombre que, sentado en el banco, ni siquiera repara en ella. La chica lleva gafas redondas, muy sucias, y viste una camiseta vieja, un pantalón corto y unas chanclas de niña que le quedan visiblemente pequeñas. A su espalda lleva una mochila azul, a juego con la gorra, de la que cuelgan un par de llaveros y que parece extrañamente abultada. La razón por la que la joven no distrae un segundo la vista del suelo, a pesar de que camina a una velocidad considerable, tiene que ver con otra búsqueda. En esta ocasión, de colillas. Casi a las puertas de la Cofradía de la Cena, la muchacha encuentra una presa en el suelo y se la lleva a los labios de inmediato mientras intenta apurar el resto último del cigarro con la ayuda de un mechero. Por supuesto, tampoco lleva nada parecido a una mascarilla. El temor de un contagio resultaría aquí una idea grotesca: hay motivos de sobra y más urgentes para entregar el último aliento. La joven sí repara en el chatarrero, pero no se le ocurre acercarse. En cambio, se aproxima a un servidor: me pide un cigarro, todavía con la colilla en los labios, y cuando le informo de que no fumo reacciona como ante un rebaño de ovejas. Un par de pasos más allá encuentra otra colilla. Arroja al pavimento la que apenas le ha distraído unos segundos y de inmediato se enchufa a la recién hallada, que apura con una agonía que delata una adicción absoluta, rotunda, impenetrable. Con las mismas, la joven, que seguramente no tiene mucho más de veinte años pero aparenta cualquier edad posible entre los cuarenta y los sesenta, enfila por Fajardo y se pierde entre parejas que pasean y algún niño que juega. Málaga prosigue su particular desescalada, aliviada ante los últimos datos de fallecidos y afectados, ilusionada ante la Fase 3 que se aproxima y la posibilidad de vivir un verano normal, o casi. Aunque llega a estremecer lo distinto que puede ser el significado de la palabra normalidad a tenor de la perspectiva.

Transeúntes y soledad en la calle Especerías. Transeúntes y soledad en la calle Especerías.

Transeúntes y soledad en la calle Especerías. / Javier Albiñana (Málaga)

Estos días las calles del centro han recuperado su pulso, al menos en parte, con la reapertura de bares y tiendas, franquicias y museos, en un ensayo de la definitiva vuelta a casa a modo de la tentativa. Y quienes han participado en la recuperación han podido ya constatar que son muchos más los que duermen al raso y se pasan el día en una esquina con la mano extendida, los que escarban en los contenedores y buscan colillas, los que parecen no tener nada en parte alguna y esperan una oportunidad de nadie sabe muy bien qué. Durante la etapa más dura del confinamiento se hacían notar más ya que eran prácticamente los únicos ocupantes de la calle: la Policía procuraba mantenerlos al margen de los escasos transeúntes, aunque en su mayor parte ya traían las distancias de seguridad aprendidas de casa, y vagaban de acá para allá con toda su herencia metida en bolsas de plástico. Ahora que los malagueños recuperan las aceras, vuelven a su particular confinamiento, la invisibilidad de costumbre. Es fácil: aunque sean más, si no quieres verlos, lo tienes fácil. Pero si alguien quiere datos a los que atenerse, Cáritas advierte de que el número de personas que viven sin techo en la ciudad se ha disparado. Y sí, basta un paseo por el centro para confirmarlo, sobre todo si vienes por aquí de vez en cuando. Algunos son veteranos en esto de la intemperie y llegaron en su día de lugares más o menos remotos; otros, sin embargo, son de reciente cuño y se han lanzado a la calle después de haberlo perdido todo. Cuando Cáritas y otras organizaciones advertían hace un par de meses de que en barrios como La Palmilla había demasiada gente sin posibilidad de llevarse nada a la boca, y que con todas las puertas cerradas su única opción era terminar en la calle, no estaban divulgando mensajes apocalípticos, sino diagnosticando una emergencia social. Las consecuencias son notorias e irrefutables. Especialmente en el centro, donde será más fácil conseguir algo de valor y donde primero asomarán los turistas cuando regresen. Mientras tanto, en el mismo centro se puede practicar el tenebroso deporte de comprobar qué otros locales, bares y tiendas no han resistido el cierre forzoso y anuncian traspasos, ventas, alquileres o liquidaciones, con escaparates vacíos y recintos desamparados. De modo que sí, la desescalada nos invita a empezar de nuevo, pero, como es norma en la Historia, y que san Carlos Marx me perdone, no todos lo haremos en igualdad de condiciones. 

A lo mejor podemos empezar a probar en Málaga las políticas sociales que definen a las ciudades europeas consignadas como modelos en el siglo XXI

La vida en la calle reparte el patrimonio en bolsas. La vida en la calle reparte el patrimonio en bolsas.

La vida en la calle reparte el patrimonio en bolsas. / Javier Albiñana (Málaga)

Admitía recientemente Teresa Porras que ella ya ha cambiado el chip: este año no habrá Feria y hay que atenerse a eso, maldita sea. Bien, es una lección valiosa. Para muchos malagueños, un año sin Feria es una catástrofe de difícil trago, más aún después de un periodo de reclusión tan acusado. Ya que estamos, sin embargo, podemos aprovechar y cambiar el chip en relación a otros muchos asuntos. Por ejemplo, la evidencia de que es mucha la gente que se ha quedado atrás en esta crisis y que muy difícilmente va a poder levantar cabeza en los próximos meses sin ayuda. La evidencia de que los servicios sociales se han quedado colapsados en estos meses de crisis y de que su trabajo va a seguir siendo imprescindible, todavía, por un largo trecho. Mientras en las terrazas muchos hacen chistes y bromas a cuenta de la paguita del Gobierno en torno a una bandeja de churros, esta gente en la que nadie repara y que nada merece queda muy lejos de poder aspirar a algo parecido a un ingreso mínimo vital. A todo esto podemos añadir las variables convenientes de racismo y de machismo que a menudo influyen en la decisión sobre quién merece más atención y quién merece menos. Si de cambiar el chip se trata, insisto, podemos caer en la cuenta de que este tiempo nos ha dejado una revelación fehaciente sobre el hecho de que es posible vivir bien, incluso mejor, consumiendo menos. Y, si trasladamos esta coyuntura doméstica a un nivel político, social y urbano, a lo mejor el mismo chip nos podría llevar a considerar una economía más solidaria, con más capacidad de protección, más flexibilidad a la hora de generar empleo, más dotación a los agentes sociales y más criterios de igualdad a la hora de tomar decisiones. No sólo hemos perdido en esta crisis a los fallecidos, también a quienes se han quedado en el desamparo más gris. El problema es que los que viven en la calle a menudo huelen mal, tienen las uñas negras y reaccionan de manera desagradable cuando te diriges a ellos. Podemos seguir tirando de limosna y de penita para resolver el problema (o, mejor, para no resolverlo); o podemos hacer de todo esto, de una vez, una cuestión política. Si la epidemia ha demostrado hasta qué punto nos necesitamos unos a otros, en qué medida la seguridad personal depende de la responsabilidad de otros, la política debería lograr que este aprendizaje abarque a todos. Que nadie, ni uno solo, se quede fuera.

Luego, claro, podemos pasar a considerar quién la hace y quién la paga, quién ha terminado en la calle por sus propios errores o por la mala suerte, a quién vale la pena rescatar y a quién dejamos a su suerte. Nunca viene mal una inyección de moral para justificar la comodidad de quienes volverán a la deseada normalidad de antes. Otros muchos que han perdido su trabajo total o parcialmente, que esperaban ver reducidos los precios de los alquileres y se han dado con un canto en los dientes, preferirán seguro alguna versión más amable. A lo mejor, quién sabe, podríamos empezar a probar en Málaga las políticas sociales que, junto a las medioambientales y urbanísticas, definen a las ciudades europeas consignadas como modelos del siglo XXI. Pocas oportunidades vamos a tener tan a mano. Que las terrazas se llenan solas.      

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