Ilusiones mecánicas, memoria y color
En su hipnótica cadencia, el Real del Cortijo de Torres ofrece cada noche argumentos de peso para la reconciliación con todas las Ferias pasadas
Que no hay muros entre la infancia y la madurez queda aquí demostrado

Llegamos al Real de la Feria. Son casi las diez de la noche. Los accesos de tráfico están colapsados y la cola de taxis llegados hasta aquí para dejar viajeros se prolonga hasta bien entrado el camino de San Rafael. Hay feriantes de diversa índole haciéndose selfies frente a la portada que reproduce el Palacio de la Aduana: todos se quejan de que el conjunto despide demasiada luz y las fotos no salen bien. Hay una mujer vestida de flamenca sentada en un bordillo dando el pecho a un bebé. El ruido es ya atronador, con una amalgama amorfa de los más variopintos chunda-chundas mezclada con el vocerío que procede las tómbolas, puestos de comida rápida y atracciones jocosas. Accedemos a una zona relativamente tranquila donde se reúnen una docena de puestos de venta ambulante donde se pueden comprar bolsos, camisetas y piezas de bisutería a precios razonables. Un tipo con bigote piloso, hombros velludos y pantalón deportivo demasiado corto hace tatuajes y exhibe su catálogo. Al llegar a la calle de las tómbolas resulta mucho más difícil dar un solo paso: el gentío acumulado ocupa prácticamente todo el espacio. Los cochecitos sobre los que duermen algunos niños derrotados constituyen un obstáculo notable, a menudo con toda la intención por parte de los padres dispuestos a no dejar pasar una. El fragor multiplica aquí sus efectos, pero lo tenemos claro: vamos a la Noria. Hace ya como quince años de la última vez que me metí ahí. Llegamos al fin a la taquilla. Cada billete sale por 4,50 euros, somos tres, en total 13,50. Guardamos luego nuestro sitio al final de una larga cola que avanza rápido. Cuando llega nuestro turno un hombre nos da instrucciones, ocupamos una cesta y ascendemos. Desde arriba la Feria se ve en todo su esplendor, así como la ciudad entera, y recuerdo sin remedio otras estampas de una ciudad muy distinta que observé desde aquí arriba en mi infancia, cuando hasta la Feria estaba en otra parte. La vista se pierde en un festín de luz y color, además del ruido: hasta aquí arriba llegan los bramidos del Despacito en versión bakalao que escupe la concurrida atracción del Toro Mecánico que tenemos enfrente.
Irene quiere subir al Ratón Vacilón, que está muy cerca. Accedo a hacerlo con ella. Más colas, tanto para comprar los tickets (a 3, 50 euros) como para acceder a la atracción, pero avanzan también a buen ritmo. Observamos a nuestro lado la Cascada, otro carricoche muy concurrido, al que hay que subir con chubasquero y del que salen chorros de agua que empapan a algunos incautos. Subimos al fin a un módulo de cuatro plazas con otros dos chavales. El viaje dura alrededor de un minuto, pero es vertiginoso, con subidas y bajadas de aúpa y tramos en los que parece que el módulo se va a salir del vial. Todo transcurre con muchas risas y cosquillas en el estómago. Irene y yo bajamos y convenimos en que ha valido la pena. Una joven oronda y vestida con un chándal gris a todas luces insuficiente arrastra otro cochecito de bebé y casi nos atropella. Por supuesto, nada de disculpas. Uno de los tres pone sobre la mesa la posibilidad de adquirir un cartón de buñuelos con chocolate, aunque la propuesta es denegada: seguimos con los carricoches. La Casa del Terror promete sensaciones fuertes, pero nos ponemos de acuerdo en que este tipo de atracciones resultan al final decepcionantes y pasamos de largo. Llegamos a un simulador que anuncia proyecciones de películas en ocho dimensiones dentro de una especie de transbordador especial. Al ver lo de las 8D imaginamos lo que habrían dicho Isaac Newton, Albert Einstein, Richard Feynman, Stephen Hawking y Roger Penrose: tal vez ahí dentro se encuentre la solución a la teoría de cuerdas e incluso, por qué no, a la Gran Teoría Unificada, así que sacamos los tres nuestros billetes, también a 3,50 por cabeza, y nos prestan unas gafas de 3D. Lo que encontramos dentro, tras una sintonía en la que suena Back in the USSR de The Beatles, es una película sobre una persecución en una especie de supercoches cósmicos mientras el trasto al que vamos subidos se menea de lo lindo. Es divertido. Al salir, barajamos la posibilidad de plantarle un envite al gigantesco XXL, que está aquí mismo, pero Manuela considera la cuestión innegociable: nada de eso. Y sí, tiene razón, cualquiera se sube ahí. Pasamos luego por el Ala Delta, la versión magna del Ratón Vacilón, los dos Barcos Vikingos y demás cacharros saltarines y admito que en mi niñez habría dado un brazo por tener en la Feria atracciones tan chulas. Pero me acuerdo de la Nube, que dejó de venir hace ya muchos años, y de la vez en que mi padre, siendo yo un mequetrefe, se subió conmigo para que no me diera miedo. Llegamos al Látigo, que era otra de las atracciones predilectas de mis primeros años de Feria y que se conserva tal cual, con toda su humilde disposición al exceso de velocidad en las curvas. La cuestión es que hace como treinta años que no me meto ahí, y siento un rechazo sin fisuras ante el temor, aquí también, de quedar decepcionado. Me subo contigo, dice Irene. Acepto. Nos introducimos en uno de los coches giratorios y caigo en la cuenta, en un impacto brutal, de que ahora soy yo quien ha venido a esto con su hija. Comienza el viaje y lo pasamos en grande. Irene levanta los brazos en las curvas y yo ejerzo de padre, pero lo justo. Termino descoyuntado y roto por siete sitios, pero no han cabido más risas. Acordamos que nos queda noche para una atracción más y optamos por el Saltamontes. El cachivache sube y baja a una velocidad considerablemente mayor de la que yo había calculado y siento cómo la columna vertebral se me escapa entre los dientes. Salgo del recinto metálico como poseído por el mal de San Vito. Maldita sea, estoy ya demasiado viejo para estas cosas. Me duele todo el cuerpo, el cuello, las rodillas, el trasero, como si me hubieran dado una paliza. Pero pago tal precio con gusto. Si la Feria se alimenta de memoria, hoy se ha llevado una buena ración. Pasamos por las casetas de habilidades, de ésas en las que puedes lanzar un penalti o disparar un dardo y llevarte un premio. Siempre se me han dado fatal, y en eso sigo siendo el mismo. Algo, al menos, no ha cambiado.
Decidimos, con el único voto en contra de Irene, que ha llegado la hora de comer algo. Así que vamos a las casetas. En su mayor parte están llenas, pero en algunas quedan mesas libres. En casi todas hay actuaciones musicales: cantantes voluntariosas reproducen los éxitos latinos de la última década mientras piden un poco de ritmo a públicos más entregados al consumo de pinchitos. En algunos garitos se anuncian parrilladas argentinas para dos personas a 15 euros, pero echamos un vistazo a la carne servida en los platos y por lo general dista mucho de lo que entendemos por una parrillada argentina. Siempre cabe la posibilidad de una degustación gratuita de callos, pero no es plan. Algunas peñas celebran entregas de premios, homenajes y otros actos. De pronto, empieza a oler mal: una combinación letal de pis equino y alcohol derramado en charcos que salpican todo el asfalto. El mar de feriantes que como nosotros busca acomodo es enorme y se desplaza con disciplina. Manuela y yo barruntamos si acercarnos al Rincón Cubano a pedir un mojito, pero Irene saca tarjeta roja. Al final, se nos quitan las ganas. En casa tenemos material suficiente para organizar un tapeo como es debido, así que decidimos dar por terminada la jugada. Nos encaminamos a la portada de la avenida Ortega y Gasset, junto al Palacio de Ferias, en busca del coche, así que atravesamos ahora la zona de la Juventud. El olor es aquí más agrio y penetrante. En las puertas de las casetas se amontonan usuarios del más distinto pelaje. Algunos están borrachos como cubas y casi no se tienen en pie. Jovencitas de modelos escotadísimos y muchachotes descamisados a dos copas del derribo comparten tiempo y espacio. Salimos. Plenos y reconfortados.
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