Calle Larios

Cuánto vale Málaga

  • Señalar con un precio a las personas es una señal inequívoca del fundamentalismo 

  • Pero, al mismo tiempo, ya forma parte de la costumbre que quienes pueden pongan a las ciudades el suyo

Semejante paraíso servido así un mes de abril requiere un precio en la etiqueta. Si no, no habrá manera de cobrar el seguro.

Semejante paraíso servido así un mes de abril requiere un precio en la etiqueta. Si no, no habrá manera de cobrar el seguro. / Marilú Báez (Málaga)

ES una tarde sombría, plomiza, ideal para una pandemia en primavera. Camino por el centro, alejado ya un tanto de las terrazas que siguen abiertas y en su mayor parte a medio gas. En mi regreso a casa alcanzo Madre de Dios y sorteo a dos mujeres que acaban de encontrarse, o eso parece, y se saludan con cierta desgana, en correspondencia con el clima aniquilador de voluntades. Son dos criaturas ya entradas en años, castigadas por la experiencia y, como en una obra de Beckett, ambas hacen galas de sus achaques. La que más afectada parece, esta señora con tinte rojo ya gastado, grande y a la vez vencida, vestida con cierta elegancia y con el peso abandonado sobre su andador, emite un dictamen fulminante: “Ay, Mari Carmen, estoy ya que no valgo dos duros”. Pienso al escucharla, primero, en el modo en que los símiles monetarios tienden a preferir los sistemas pretéritos: en pleno apogeo de la peseta, a mi padre le gusta decir que ya no valía una perra gorda. Y ahora que tenemos el euro, o el euro nos tiene a nosotros, la medida exacta de la derrota final se cifra en diez pesetas, con las que en mi infancia aún le podía sacar algunas chucherías al quiosco. Ciertamente, la existencia de un producto más barato resulta improbable. Este recuerdo, dejadas atrás las contertulias mientras me adentro en los abismos de la calle Frailes, me lleva, por alguna razón inexplicable, seguramente alguna obsesión particular que ningún psicoanalista diagnosticará jamás, a pensar en el cartel publicitario de Vox que ha suscitado la mayor polémica en Madrid al comparar la inversión pública destinada cada mes a un menor no acompañado con la pensión mensual de una abuela (con datos absolutamente falsos, pero esto, claro, es lo de menos). Poner precio a las personas es, ya se sabe, una de las prácticas habituales del fundamentalismo fascista: si se trata de juzgar a los individuos a tenor de su identidad, la información definitiva no la aportan tanto los orígenes nacionales ni los credos religiosos como el coste asignado en el caso de que alguien estuviera dispuesto a comprar. Ahí no hay equívocos ni malentendidos: cuánto me cuesta, de eso se trata. En su primera campaña electoral, Hitler pregonaba exactamente con los mismos fines lo que costaba al Estado cada alemán nacido con una discapacidad o malformación, con los resultados de sobra conocidos. Los buenos ciudadanos, los ejemplares, son, de este modo, los más rentables. Por el contrario, ponerse a uno mismo un precio de dos duros, o de una perra gorda, brinda una imagen nada halagüeña de las expectativas propias. Tales argumentos resultan aberrantes, y así lo demuestra la mayoritaria contestación social al cartel de Vox. Sin embargo, los escrúpulos no parecen aflorar tanto cuando de poner precio a las ciudades se trata. Y de eso en Málaga sabemos algo.

Si los objetos mercantilizados son las ciudades, la aceptación y el aplauso se manifiesta sin problemas

Dicho de otro modo: la posibilidad de tratar a las personas como productos genera un amplio rechazo, pero si los objetos mercantilizados son las ciudades no sólo las manos llevadas a la cabeza son muchas menos, sino que la aceptación y hasta el aplauso se manifiestan sin problemas. Con tal de hacer a Málaga suficientemente atractiva, cual capricho expuesto en un escaparate, se ha fijado el precio sin muchos reparos a sus principales valores, su historia, su memoria, sus hechuras, sus esencias, sus paisajes, sus lugares más pintorescos, sus signos más reconocibles, con tal de que el turismo lo tenga más fácil a la hora de esparcirse y acogerse, ya sea en altura o a ras de suelo, y para que así los visitantes consuman a placer hasta satisfacer la lógica radical de la rentabilidad. Málaga se presenta ante el mundo como una tarta y cada poco tiempo tenemos noticias de cuál va a ser la siguiente guinda, la que con más pujanza va a encarecer el conjunto, a hacerlo más distinguido y, por tanto, accesible a menos manos pero más pudientes. Sabemos ahora que cuando el liberalismo defendía las virtudes de la gestión de las ciudades como si de empresas se tratara se refería a este rasero hegemónico, implacable, extintor de matices y complejidades que, como el cartel de Vox, únicamente atiende a la realidad en virtud de su coste. Málaga se ha entregado sin reservas a esta nueva colonización en la que magnates desconocidos que se niegan a dar la cara, representados por antiguos presidentes de clubes de fútbol, ponen el dinero sobre la mesa y exigen el trato correspondiente. Claro, es que estamos hablando de ciudades, no de personas. Así es. De momento.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios