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Esta misma semana he pasado unos días en Cataluña. En Tarragona conocí a una taxista muy amable, oriunda de un municipio de la provincia de Sevilla, que reside en la ciudad desde hace más de treinta años. Yo le canté, claro, los encantos de Tarragona, de su centro histórico y de su patrimonio monumental. Ella asentía con media sonrisa: me dio la razón en todo, pero no tardó en dejarme claro que su objetivo vital era volver a Sevilla cuando le fuese posible. Curiosamente, la mujer no supo concretarme los motivos: me habló de la luz, del carácter de la gente, de una afinidad hacia lo cotidiano como si fuese extraordinario, de una cierta manera de entender la vida que se da de manera natural en Andalucía (hizo su apreciación extensiva a toda la comunidad) y que es muy difícil encontrar en otros sitios. Ella había conocido este, digamos, misterio en su juventud y lo conservaba tan a flor de piel que seguía echándolo de menos. Nunca he sido muy amigo de este tipo de supersticiones chauvinistas, pero solo pude darle la razón: esa especie de impresión de que la vida es más fácil, más lenta y más concentrada en lo importante se da en el sur de la Península Ibérica con una espontaneidad muy interesante, ya sea en su modalidad mediterránea o atlántica. Es posible que perdure aquí un instinto más consciente de la manera en que nos relacionamos con el tiempo, quizá, no lo sé. Por supuesto, hay muchísimas cuestiones indeseables que nos sobran, nos lastran y nos conducen a callejones sin salida, pero creo que ese instinto sí existe y se manifiesta especialmente cuando lo ves en otros que vienen de visita o si eres tú el que se va a otra parte. Me atrevería incluso a decir, ya que abrazamos así la irracionalidad identitaria aunque sea por un día, que todo esto se da de una manera más subrayada en Málaga, donde el espíritu mediterráneo destila con especial fuerza y donde la luz, sí, adquiere connotaciones espectaculares en días limpios. Si la conciencia es clara, vivir aquí debería entrañar una predisposición habitual al agradecimiento.
Echar de menos algo que no se puede nombrar parece una insensatez, pero a menudo es esa misma insensatez la que nos distingue de las bestias. Tras la conversación con la taxista recordé aquello que dijo el escritor Javier Castilloen su pregón de la Feria, cuando se refirió a Málaga como “la ciudad de la felicidad”. Porque sí, tiene toda la razón. Este tipo de marcas son siempre delicadas, especialmente en un contexto tan eufórico como un pregón, pero comparto con Castillo la idea de que en Málaga el ánimo particular lo tiene más fácil para enaltecerse, para alumbrarse. Siempre hay que tener cuidado con estos argumentos, ojo: en Málaga también hay personas desdichadas y, si defendemos esta idea a capa y espada, parecería que, si viven aquí, no tendrían derecho a abandonarse a la tristeza. La felicidad es siempre un arma de doble filo: paradójicamente, su reconocimiento como meta fácil, al alcance de la mano, conduce a no pocos excluidos al suicidio. Pero no nos pongamos tan trágicos. Digamos entonces que, para bien o para mal, Málaga sí es la ciudad de la felicidad, un territorio en el que el equilibrio entre lo que se desea y lo que se tiene, entre el destino y la voluntad, es coherente.
Esta celebración de los motivos naturales con los que se da en Málaga una posible felicidad nos sirve, también, para lanzar un diagnóstico sobre el que tal vez sea el principal problema al que nos enfrentamos como sociedad: la mercantilización rabiosa a la que se ha sometido este bien vivir asociado a Málaga. Una cosa es su lógica promoción turística, su proyección como atractivo para potenciales visitantes de cualquier índole; y otra muy distinta es la consignación de este atractivo como privilegio exclusivo, como tesoro natural puesto al alcance solo de unos pocos, de bolsillos suficientemente pudientes y escrúpulos correspondientemente escasos. A menudo tengo la impresión de que hemos caído en una trampa bien urdida cuando se nos ha dado a elegir entre dos modelos turísticos: el chusco, barato, de botellón y despedida de soltero, de vomitona en la puerta y pies sucios puestos en cualquier silla; y el de alto standing, el asociado a la especulación inmobilaria, el que pone el mercado de nuestra vivienda en manos extranjeras y el que sacrifica el patrimonio natural de la ciudad para que inversores desconocidos puedan construir rascacielos donde no pintan nada. El mensaje que nos llega desde las instituciones públicas al respecto está siendo cada vez más claro: si no queréis el primero, tendréis que aceptar el segundo. Igual que se nos decía antes que, si no queríamos la Málaga infernal de los 80, teníamos que aceptar las viviendas turísticas sin regulación alguna, y así nos ha ido. Pero, bueno, creo que nada puede funcionar bien en una ciudad que decide ceder su principal valor a agentes que únicamente reaccionan a la rentabilidad más agresiva. En su pregón, Castillo sostenía que nadie que haya conocido Málaga se quiere ir de Málaga. Y volvía a tener razón. Lo malo es cuando te dejan claro que, por mucho que desees quedarte, tienes que largarte porque el alto standing no está hecho para ti. He aquí cómo la felicidad puede convertirse en amargura. Y me temo que cada vez son más los que están al otro lado, en la puerta de salida. Por mucho que llamemos pitufo a un bocadillo pequeño y sombra a un café con leche.
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