Málaga: debajo del puente
Calle Larios
Si se da por buena la restricción al acceso a la vivienda mientras se niega una y otra vez la aplicación de la tasa turística, solo podemos concluir que alguien está vendiendo aquí lo que no es suyo
El último árbol de la Vega de Mestanza
Málaga: a la salud de todos
Málaga/Los habitantes del submundo que se abre bajo los puentes del Guadalmedina han transformado el entorno en una verdadera ciudad paralela. En el cauce del río, fuera de la vista de la mayoría, guardan frigoríficos, armarios, tendederos y enseres diversos mientras la silueta de las Torres de Martiricos se alza ahora como remate de la estampa distópica. La demanda de huecos ha crecido notablemente en los últimos años, así que muchos han optado por salir de la protección de los puentes e instalarse en otras áreas del río con sus tiendas de campaña. El nomadismo es, ya se sabe, norma común entre quienes viven en la calle, expulsados por lo general cada poco tiempo y expuestos al odio de tantos. Aquí, en el río, pasan la noche sonámbulos procedentes de distintos lugares de África y Europa, pero también malagueños que vuelven con frecuencia después de haber probado suerte en otros lugares con el resultado de siempre. Algunos se dedican a entretener al personal en las calles del centro o en el Muelle Uno a cambio de unas monedas, pero otros encadenan encargos y chapuzas e incluso perciben ciertos ingresos. El objetivo para todos ellos es ahorrar lo suficiente como para aspirar a compartir una cama caliente en cualquier habitación o a meterse en un trastero: algunos propietarios de locales y garajes debidamente rehabilitados para su distribución en estos receptáculos destinados al almacenaje los alquilan a quienes pagan para vivir en ellos, haciendo la vista gorda y sin demasiados escrúpulos. Ya entre estos usuarios, quienes abonan ciento ochenta euros por cuatro metros cuadrados sin ventilación, los hay incluso con contrato laboral en vigor pero sin el salario suficiente para una vivienda digna. En no pocas naves de los polígonos industriales, los dueños de los negocios hacen también la vista gorda y permiten a sus trabajadores pasar la noche al otro lado de la persiana cuando acaba la jornada. A veces, incluso, son los propietarios de las naves los que se quedan a dormir porque los ingresos no dan para más. Todo esto pasa ahí debajo. No es verdad que nadie mire a ese hemisferio de desgracia: lo hace mucha gente, sobre todo porque cada vez son más quienes lo perciben como una oportunidad.
En los últimos años se ha abierto con creces el debate sobre el derecho a la vivienda en Málaga, ante no tanto el encarecimiento de los alquileres comunes como la imposibilidad de encontrar uno a un coste razonable. En cada vez más calles apenas hay oferta para alquilar fuera del mercado turístico, pero siempre podremos recordar que para nuestro Gobierno municipal no existe ninguna relación entre la posición de Málaga entre las ciudades españolas con los alquileres más caros y su hegemonía como la capital del país donde más se multiplican los apartamentos turísticos, con un volumen bruto (no proporcional) similar ya al de Barcelona: son, según los responsables de nuestra administración local, fenómenos absolutamente dispares que no tienen nada que ver entre sí. Pero, en realidad, el debate sobre la vivienda no tiene mucho sentido cuando el mapa general de la situación tiene más que ver con la infravivienda, con demasiada gente ocupando el agujero que puede permitirse. El debate de la vivienda se articula por lo general entre dos polos: o puedes pagar el precio de la vivienda o te vas a otra parte. Pero se trata de un debate artificial e inútil: entre un extremo y otro existe una población flotante que ni puede irse ni puede quedarse, así que planta el nido donde le dejan, en el banco de un jardín o en los solares de Cobertizo del Conde. Quienes se pasean hoy ufanos y alegres por el Soho porque ya no hay prostitutas ni drogadictos, se sorprenderían si supieran lo que hacen algunos por ganarse el filo de un colchón a un tiro de piedra, a veces enfrente de sus narices, incluso en la misma zona del Ensanche que se quedó fuera del milagro regenerador del arte urbano. Pero mientras los turistas puedan pedirse una paella en las terrazas, aunque venga algún pelma a pedir unos céntimos, no habrá problema. Aquí vivimos de lo que vivimos. Y, desde luego, no vivimos del bienestar de los que tuvieron la mala suerte de quedarse tirados aquí.
También se ha hablado mucho de la paradoja por la que, en una misma semana, la Junta de Andalucía ha vuelto a rechazar la implantación de una tasa turística, muy a pesar de la petición de algunos alcaldes, a la vez que aprobaba las ya anunciadas tarifas para los museos públicos bajo su gestión. Más allá del evidente desmantelamiento de lo público (la asimilación de valor y precio como la misma idea no obedece aquí a una necedad, sino a una estrategia bien meditada y consecuente) a mayor beneficio del sector turístico, cuyos vínculos con el poder político son de sobra conocidos en Andalucía y especialmente en Málaga, cabría concluir que, si se da por buena la vulneración del derecho a la vivienda (o pretende compensarse con el mantra de que “hay que construir más”) y se sigue alimentando un proceso de exclusión que afecta ya a niveles sociales considerados solventes y autosuficientes hasta ayer mismo, mientras se cierra la puerta a cualquier medida que pudiera contravenir los intereses de una industria hegemónica inclinada demasiado a menudo a mostrar actitudes próximas a la psicopatía, no bastaría con afirmar que los poderes políticos y financieros están vendiendo la ciudad; es que, más aún, están vendiendo algo que no es suyo. Algo que es de todos. La cuestión sería empezar a preguntarnos a partir de qué momento la mayor parte de la ciudadanía consideró que Málaga no era suya, sino de vaya usted a saber quién; alguien, al cabo, con capacidad de trocearla y sacarla a subasta. Porque para esa mayoría ciudadana, la que se levanta temprano y gana su sueldo, ese hueco debajo del puente empieza a convertirse en una posibilidad con la que hasta hace poco solo bromeábamos. Ahora, después de que Madrid decidiera no conceder más licencias, otras ciudades como Palma de Mallorca debaten ya la posible prohibición de los apartamentos turísticos en todo el municipio. Pero eran unos agoreros y aguafiestas quienes advertían de que el crecimiento descontrolado de esta burbuja llevaría a todo el mundo a la ruina. No importa. Aquí hay sitio para uno más.
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