Málaga: memoria futura

Calle Larios

Lo peor empieza cuando nos preguntamos qué contarán de nuestra ciudad en el futuro, a qué conclusión llegarán aquellos arqueólogos e historiadores que investiguen nuestro presente, cuál será la sentencia

Y si, de repente, Málaga

Y una página en blanco será, tal vez, lo mejor que puedan decir de nosotros. / Javier Albiñana

Han sido unos cuantos los lectores que, en los últimos años, me han escrito a cuenta de algunos artículos que publiqué sobre el pasado de Málaga para afearme que empleara el nombre Málaga para referirme a la ciudad anterior a 1487. Para estos lectores, lo que había antes de la reconquista (¿podemos dejarlo en conquista, a secas?) no era exactamente Málaga, sino otra ciudad, ajena, que tendría tanto que ver con nuestra Málaga actual como Oslo o Buenos Aires. Me llamó la atención que un lector mostrara su recelo por que me refiriera a Málaga como la ciudad natal de Ibn Gabirol, quien firmaba sus escritos como al-Malaquí, esto es, El malagueño. Ya saben: si se hablaba otra lengua, si se profesaba otra religión y si, vaya por Dios, no había espetos (aunque quién sabe), aquello no podía ser Málaga ni en pintura. Se trata, por supuesto, de un argumento propio de quienes ansían extirpar de nuestra identidad cualquier injerencia carente de firmezas nacionalcatólicas. A tales adalides, únicamente puedo desearles mucha suerte. Frente a las idas y venidas de los estados y las fronteras, las ciudades siempre han estado ahí, bien amarradas, afirmadas en sus territorios y sus costumbres. Las lenguas y los estados pasan, pero las ciudades permanecen: ésta debería ser la primera lección de cualquier ilustración geopolítica. Por el contrario, bueno, a uno le gusta pasearse de vez en cuando con la convicción de que esta misma Málaga la patearon antes gentes diversas de otras tradiciones, otras querencias y otras palabras, pero que eran tan malagueños como uno mismo. Gente que se extrañaría mucho, supongo, si tuviera la oportunidad de comprobar quiénes hemos venido a tomarles el relevo mil o dos mil años después. La escritora estadounidense Marylinne Robinson reflexionaba sobre las impresiones que asaltarían a Homero si tuviera la ocasión de descubrir un ejemplar de la Odisea en su biblioteca, en un país y un territorio del que aquel cantor que lo escribió todo en su memoria nunca pudo tener noticia. Si ponemos la Historia en horizontal, todo se abraza en un extrañamiento mutuo. Pero en las ciudades tendemos más a parecernos, aunque sea porque aquí pisamos el mismo suelo.

Si ponemos la Historia en horizontal, todo se abraza en un extrañamiento mutuo. Pero en las ciudades tendemos más a parecernos

Lo interesante de todo esto es, sin embargo, la posibilidad de hacer una proyección hacia adelante y preguntarnos qué pensarán de nosotros los habitantes de una Málaga futura. ¿La seguirán llamando Málaga, o la neolengua de turno habrá inventado para ellos otra posibilidad? ¿Tendrán la impresión de compartir su destino y su contingencia con nosotros, los desdichados transeúntes del siglo XXI, cuando enfilen por Málaga Litoral, o cuando acudan al tercer hospital? ¿O, más bien, habrán hecho borrón y cuenta nueva, no sé quiénes fueron aquellos tarugos ni me importa? Más aún, cabe preguntarse sobre lo que los arqueólogos e historiadores de dentro de mil años, pongamos, concluirán sobre nosotros, sobre la catástrofe que finalmente nos quitó de en medio, sobre cómo nos las apañábamos con el cambio climático, sobre cómo la ciudad cambió su definición y pasó de ser un lugar para vivir a ser un lugar para visitar. Es posible que para entonces el Guadalmedina se haya consolidado como lugar de paso para los jabalíes salvajes, pero, en cualquier caso, es más fácil suponer que la sentencia que emitirán aquellos malagueños remotos no será muy favorable para nosotros. Lo peor llega, eso sí, cuando no hay más remedio que aceptar que el relato que dejarán escrito sobre la Málaga que ahora nos toca será, con la mayor honestidad, una página en blanco.

La historia no es un discurso sobre el pasado, sino una acción afirmada en tiempo presente

La historia no es un discurso sobre el pasado, sino una acción afirmada en tiempo presente. La historia se construye cada día en función del modo en que los habitantes de un territorio dejan su impronta en el mismo. Por supuesto, nadie hace sus cosas con la idea de que tales menesteres sean recordados ni descubiertos en un futuro, pero son esas huellas cotidianas en el medio lo que hace la historia, más que las grandes gestas o las transformaciones revolucionarias. En este sentido, tengo la sospecha de que el discurso histórico que los malagueños estamos sembrando para el futuro sobre nuestra ciudad difícilmente podría ser más pobre, sencillamente porque la impronta que a día de hoy dejamos en Málaga es apenas perceptible. Demasiado a menudo, me temo, pasamos por Málaga sin darnos cuenta, sin intervenirla, sin tocarla. No me refiero a los arquitectos y urbanistas, que ya bastante tienen con lo que tienen; sino a los ciudadanos, que en su mayor parte, ay, han renunciado a conquistar el espacio común para dejar que otros lo exploten con intereses mercantiles. Porque es ese uso del espacio lo que define a las ciudades y, por tanto, su historia. Sería de justicia que aquellos malagueños del cuarto milenio pensaran sobre nosotros: “Lo tuvieron todo a favor para inventarse una ciudad maravillosa, pero dejaron ese trabajo en manos de especuladores sin escrúpulos convencidos de que se llevarían su parte”. De ser así, ellos y su página en blanco tendrán razón.

No hay comentarios

Ver los Comentarios

También te puede interesar

Lo último