Calle Larios

Málaga: no es gran cosa

Para convertir los bienes esenciales en artículos de lujo, alguien tendrá que pagar la cuenta.

Para convertir los bienes esenciales en artículos de lujo, alguien tendrá que pagar la cuenta. / Javier Albiñana (Málaga)

Subo al autobús de la línea 1 de la EMT. A esta hora va atestado, como es habitual, pero constato, no sin rabia, que el 5G ha terminado prácticamente con las escasas oportunidades que quedaban ya para la conversación abierta en el transporte público, ecosistema de preclara espontaneidad para la manifestación más libre de la ciudadanía. La conexión corre ahora que se las trae y aquí van todos, con la mirada clavada en sus pantallas. Mientras busco el hueco en el que anidar, tengo tiempo para reparar en un joven que, al fondo, va leyendo un libro, como un ateo en el siguiente cónclave. En la siguiente parada sube al vehículo un señor con un carrito de la compra vacío cuya ubicación consigue fijar  en la plataforma de salida no sin empujones, mientras reclama su asiento junto a la ventana para poder ver mejor el paisaje. De modo que algunas excepciones hay, pero escasas en esta conformidad aplastante de abstracción digital. Distingo poco después, cuando casi llegamos al Paseo del Parque, un par de conversaciones sotto voce, compartidas ambas por mujeres. En la primera, las participantes revisan sus achaques, como recitando una infame lista repleta de dolores de huesos, pieles irritadas y espaldas torturadas. En la segunda, las susodichas, entradas ya en esa edad en la que resulta razonable echar una mano con los nietos, comentan la tragedia del terremoto de Marruecos entre la aflicción y el estupor. Una de ellas eleva el tono para volver a bajarlo inmediatamente después: “Y el rey, qué me dices del rey, que estaba no sé dónde sin enterarse de lo que había pasado. Y luego vuelve a su palacio como si nada. No entiendo cómo ese hombre puede ver a tantas familias que lo han perdido todo mientras él sigue con su oro y sus lujos. De verdad que no lo entiendo”. A lo que responde su comadre: “Y eso que el rey tiene todo lo que tiene gracias a que los pobres no tienen nada”. 

Una tragedia natural demuestra hasta qué punto la mala distribución es un problema, pero la aflicción impide emitir un juicio con claridad

Escucho este diálogo mientras, seamos honestos, me dirijo al Asador Iñaki a darme un festival con motivo de una celebración familiar, con la cabeza puesta en el chuletón que me espera en la mesa, así que me siento de pronto corroído por un sentimiento de culpa que parece excitado por una catequista. Superado el trance, uno recuerda los años en que aprendió a decir que las cosas no son tan fáciles, que el Papa de Roma tampoco lograría paliar el hambre en África por mucho que subastara todos los bienes del Vaticano, que la economía es compleja como ella sola y que para dar un paso adelante a menudo hay que dar dos atrás. Ahora, ante una tragedia como la de Marruecos, uno se limita a quedarse callado en la medida en que no encuentra palabras a la vez que comprende el valor de que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Dos mil muertos representan un horizonte ante el que la sensibilidad no sabe cómo resolverse. Creías haber alcanzado cierta cima de tensión cuando los recuentos hablaban de ochocientos, ahora, con dos mil, qué hacemos, cómo se siente eso, qué se dice. Quiero darle la razón a la mujer que viaja conmigo en el autobús, ese horizonte denuncia de manera fulminante que, por mucho que la economía parezca muy compleja, la distribución de la riqueza sigue siendo profundamente injusta. Aunque tal vez sea mejor reparar en otro contexto sin tragedia ni conmoción que empañen la ocasión de arrojar alguna luz sobre la cuestión. O, por lo menos, en un nivel menos riguroso.

En Málaga, quienes pierden más poder adquisitivo son los que sostienen un modelo de éxito sólo para unos pocos

La conversación termina y las mujeres bajan en la Alameda, igual que el hombre del carrito. Las miradas se ajustan al brillo de la pantalla. Sucumbo y hago lo mismo con la mía. No es quizá el mejor día del año para alistarse en la resistencia. Leo que el alcalde, Francisco de la Torre, anuncia una subida en la factura del agua de un 42%, una media de algo más de seis euros al mes. El regidor explica que, con el alza, Emasa podrá costear unas inversiones pendientes y necesarias por valor de cien millones de euros. Y considera que, en todo caso, seis euros al mes “no son gran cosa”. Y entonces se me vienen varias ideas a la cabeza. La primera es que, ante una sequía tan grave, era cuestión de tiempo que la factura del agua subiera, también, como medida correctora del consumo, como paso previo a los cortes del suministro que, si tampoco llueve en condiciones este otoño, salvada ya la campaña turística, tendrá que afrontar la capital al igual que lo hace ya buena parte de la provincia de Málaga. De entrada, ciertamente, seis euros al mes no parecen gran cosa. Sin embargo, con los precios de la cesta de la compra y el combustible disparados, con la consagración de productos comunes como el aceite en los escaparates de lujo, con las hipotecas al límite de los bolsillos, los alquileres inasumibles y las cuentas en números rojos en ya demasiados hogares, lo más insignificante puede entrañar la diferencia entre salir indemne o no. Cabe recordar, entonces, el rechazo sin paliativos expresado en su momento por diversas autoridades y portavoces del sector hostelero ante la sola idea de aplicar en Málaga una tasa turística que desde hace ya tiempo se abona sin problemas en muchas ciudades en las que la afluencia de visitantes no se ha visto precisamente resentida. Pero, por encima de todo esto, queda la certeza de que el esfuerzo asumido por muchos en condiciones muy difíciles, sin nada a cambio, sin más servicios, sin más espacios comunes, sin nuevas zonas verdes, sin una mejora de la calidad de vida que invite a dar por buena la decisión de mantener aquí la residencia, sino al contrario, en una erosión clara del patrimonio público, es lo que sostiene un negocio en el que los beneficios se distribuyen entre cada vez menos manos. Mientras tanto, lo que conocemos de Marruecos es su condición de nueva cantera de camareros, dado que los nativos parecen no aceptar las condiciones laborales ya extendidas en el sector. Hay que rechazar el populismo, siempre, por, entre otros motivos, sus juicios simples, rencorosos e injustos; pero tal rechazo no debe servir de excusa para no admitir que la mala distribución es un problema en Málaga por el que quienes pierden más poder adquisitivo son los que sostienen un modelo de éxito sólo para unos pocos, cuya implicación en la ciudad y sus retos es nula. Y todo esto, sin tragedias naturales. Porque, de contarlas, habría que ver quién hace aquí de rey y quién hace de esclavo.   

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