calle larios

La política de los escaparates

  • Lo lógico era pensar que la apuesta decidida por la Ciudad de los Museos incluía el cuidado escrupuloso del entorno de estos centros para recibir en condiciones a los turistas

  • Pero no

Uno imagina que en Málaga todo el mundo tiene una historia particular relacionada con la calle San Agustín, donde hemos tenido mezquitas, una facultad de Filosofía y Letras, establecimientos de lo más variopinto y negocios más o menos dignos de sospecha. Desde el principio de los tiempos, quien ha tenido algo que contar lo ha contado aquí. En mi época universitaria, el antiguo Colegio de San Agustín vivía su particular decadencia como espacio cultural abierto, entre la ruina y la agonía; a un lado de su hermoso claustro toqué en un par de conciertos con mi grupo, aunque por entonces lo que nos gustaba de veras era coger las guitarras e improvisar alguna jam en la tetería o en el bordillo que quedara libre de la calle, hasta que algún vecino dijera basta, mientras veíamos a los musulmanes salir de la última oración de la jornada con miradas no precisamente amistosas dirigidas a nosotros, que éramos aún más peludos que ellos. Lo de la mezquita acabó como acabó, pero la gran transformación vino de la mano, claro, del Museo Picasso, ya mucho antes de su inauguración. Recuerdo mis visitas con mi padre al Museo de Bellas Artes, entre la alucinación y el pasmo en aquel edificio viejo y oscuro, con el mosaico romano del patio y la impresión de que todo allí dentro se había quedado antiguo. Su cierre me apenó, pero más aún a mi padre, ya que el pobre no quería ni oír hablar de Picasso y sintió que le habían dado gato por liebre cuando conoció la razón de la clausura; de cualquier forma, el Museo Picasso abrió sus puertas un año después de la muerte de mi padre, así que no tardé en ir a verlo en memoria suya, aunque seguramente él hubiera preferido otro plan. Recuerdo también la expectación durante los largos años que pasó cerrado el Palacio de Buenavista (fue entonces cuando supe que aquel viejo edificio se llamaba así, y que además contenía en sus paredes no pocas historias prodigiosas) y la manera en que aquella ausencia terminó formando parte natural del paisaje, igual que ahora con el Colegio de San Agustín, como si siempre hubiese estado a cal y canto. Y recuerdo, claro, el impacto al descubrir el Picasso, los admirables equipamientos, la pulcritud de su bello jardín andaluz y la armonía arquitectónica hasta la Plaza de la Higuera, que sí habría hecho las delicias de mi padre. La apuesta por la Ciudad de los Museos ya estaba sobre la mesa, recién inaugurado también el CAC, en un desfile en el que no tardarían en llegar los demás (con qué velocidad aprendió a correr el tiempo a partir de entonces; acaso, según las leyes elementales de la física, cuesta abajo siempre vamos más rápido). Hacía ya como un lustro que nos habíamos llevado las guitarras a otra parte, pero, dado lo mucho que Málaga parecía jugarse con aquello, confiaba uno en que aquel aspecto reluciente se mantendría intacto. Pero muy poco después se empezó a hablar de gentrificación y ya había algún obsceno que advertía de que la transformación del centro histórico en una enorme terraza, por no decir barra libre, traería problemas. Mientras la misma calle San Agustín se llenaba de apartamentos turísticos bien codiciados, resultaba cada vez más difícil contener lo inevitable. Porque lo inevitable no distingue entre museos y contenedores de basura cuando de explayarse se trata.

La cuestión es que, por una parte, los jardines contiguos al Museo que lindan con Alcazabilla están cada día más sucios, lo que no deja de encajar con un Ibn Gabirol fuera de juego por obra y gracia de la expansión de El Pimpi, que también se ha llevado algún árbol por delante. Pero es que el acceso al museo por la calle San Agustín amanece cada sábado y cada domingo, cuando ya un buen montón de turistas hace cola para entrar, con detritus desperdigados por doquier y restos (a veces de dudoso gusto) de la despedida de soltero de la noche anterior. Por lo general, hasta bien entrado el mediodía no hay quien despeje la entrada y la convierta en un entorno amable para el visitante. Ya ni siquiera está la papelera atestada, que flaco favor hacía. En la calle Compañía, el Museo Carmen Thyssen se enfrenta a diario a situaciones similares. Y cuando estas cosas pasan, uno se pregunta: ¿No habíamos quedado en que nos jugábamos todos los chinos a los dichosos museos? ¿No ha comprado Málaga la moto de los museos para su posicionamiento en el mapa, su mayor liderazgo en el sector turístico y todo ese rollo? ¿Es posible imaginar hoy en Málaga, acaso, un escaparate más frecuentado, más publicitado y más exprimido que la puerta del Museo Picasso? Entonces, ¿cómo es que esta ciudad se permite esto? ¿O es que acaso pasará como con todo lo demás, seguirá así de descuidado hasta que nos aburramos y lo devolvamos? Si sucede esto con lo importante, mejor no imaginar lo que pasará con lo prescindible.

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