El Prisma

La sociedad y el partido

  • Mientras que los partidos no se pongan al servicio de la sociedad en lugar de pretender continuamente anestesiarla para dominarla, que no pidan otra oportunidad. El divorcio comienza a ser irreversible

A los políticos se les llena habitualmente la boca hablando de la necesidad de que sus partidos se abran a la sociedad. Por lo general, como ayer mismo se adivinaba en las palabras de Carme Chacón, eso suele significar justamente lo contrario: inocular a la sociedad, como si no estuviera ya sobrada, de más partidismo. Y así su solución para volver a conectar con la calle, para "recargar" a las formaciones, pasa por que los militantes lleven la buena nueva de su ideología, sea ésta la que sea, a sus centros de trabajo, sindicatos, colectivos vecinales, ONG o incluso asociaciones de padres de alumnos. No se trata de oír lo que digan los vecinos sobre las carencias de su barrio, de atender las protestas de las Ampas por las deficiencias del comedor escolar, el horario lectivo o la falta de plazas, ni tampoco las dificultades financieras y burocráticas que padecen las entidades sin ánimo de lucro. No, los partidos no quieren escuchar, sino hablar todo el rato. Es algo en lo que apenas existen diferencias entre PSOE, PP e IU: ni están ni se les espera en el mundo real, ese de la cola del paro, del autónomo asfixiado o del asalariado, público o privado, que cada vez siente los pies más fríos y el corazón más encogido.

De vez en cuando, los partidos también intentan vendernos la burra del fichaje de independientes, para aportar sangre nueva a su viciada endogamia. Pero estos son como los Reyes Magos: durante unos días pretendemos creer en ellos, aunque sepamos que en realidad no existen. Ahora que se ha acabado la Navidad, y por tanto la relativa tregua política, no pasará un día en que a usted, lector, no le bombardeen con mensajes los aparatos de los partidos. Se juega la batalla final, la de Andalucía, y por descontado será la más sucia. Unos le dirán que el cambio es imprescindible, aunque no explicarán en qué consiste ese cambio -para qué prometer más mentiras-, y otros intentarán apropiarse hasta del portal de Belén como símbolo del Estado del Bienestar y jurarán que sus rivales vienen dispuestos a sacrificar a la burra, al buey y a esclavizar a los pastorcillos.

Así funcionan los partidos: máquinas de construir mensajes fast-food, que se tragan rápido pero acaban obstruyendo las arterias. Y aunque digan que se abren a la sociedad, su tendencia absolutista al pensamiento único y a pisotear cualquier voz interna divergente los separa cada vez más de los ciudadanos apolíticos y pragmáticos, que somos mayoría. Los partidos rara vez apuestan por las personas o por el contacto directo. Ahora que le pedirán su voto hasta en el cuarto de baño, intente el siguiente ejercicio: diga los nombres de cinco de los 16 parlamentarios andaluces malagueños. Sí, es normal que usted conozca a los consejeros de Turismo y Cultura de la Junta, Luciano Alonso y Paulino Plata. También a la portavoz del PP y alcaldesa de Fuengirola, Esperanza Oña, que al fin y al cabo sale de vez en cuando en la televisión autonómica y a todas horas en la municipal. ¿Pero conoce a alguno más? ¿Los ha visto atendiendo a los ciudadanos? ¿Representan a la provincia? ¿O será que simple y exclusivamente sirven a sus partidos?

Un buen amigo, y sin embargo político él, me contaba que recientemente estuvo en el Reino Unido en un foro de amistad española-británica y se quedó impresionado al conocer a algunos políticos ingleses. En particular a una joven parlamentaria laborista que repartía a todo el mundo tarjetas en las que aparecía su dirección, su número de teléfono, su mail y los sitios en los que todos los viernes, como oficina ambulante, se dedica a atender a la gente, a conocer sus problemas e incluso a plantearles soluciones. En la tarjeta no había ni rastro de su partido, y sólo un discreto rojo delataba su afiliación. Ni falta que hacía.

En un sistema electoral como el británico se vota por distritos, e importan tanto o más que el partido las personas que lo representan. Porque, como ocurre en EEUU y en otros países civilizados, además de posible es frecuente que un diputado o congresista vote en contra de los intereses de su partido si cree que perjudican a su electorado. En España, salvo las calculadas discrepancias de Villalobos en los asuntos en los que el PP se encuentra en la derecha ultramontana, es prácticamente imposible que un diputado se salga de la férrea línea marcada por la dirección. Al día siguiente sería laminado. Y mientras los partidos, o mejor dicho las personas que los forman, no se pongan al servicio de la sociedad en lugar de pretender continuamente anestesiarla para dominarla, que no pidan otra nueva oportunidad a la sociedad. El divorcio empieza a ser irreversible.

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