El traje nuevo del emperador ensimismado

Lunes de Feria

La jornada de ayer resultó aún más tranquila en el centro y se respiró casi como un descanso antes del previsible repunte festivo de hoy. Pero aquí mandan las ilusiones, y en fin, ya se sabe.

Un baila en la calle Larios al son del tamboril.
Pablo Bujalance

18 de agosto 2015 - 01:00

EN buena parte de sus novelas, Dostoievski hace referencia a un fenómeno que no llega a narrar en forma explícita pero que salta a la vista a los ojos del lector. En el siglo XIX, San Petersburgo era una ciudad llena de contrastes, con una clase alta (cercana a los círculos del zar) instalada en el lujo y una masa empobrecida que justificó no mucho después el rígido dictamen de la Revolución. Pero ya fuera en sus ámbitos selectos o en sus bajos fondos, la ciudad entera parecía sumida en la ilusión de ser París; o, al menos, de ser una capital francesa alternativa. Por eso, era habitual que las damas vistieran según los dictados de la moda de la Rive Gauch, que en los cafés se celebraran tertulias literarias a imagen de los conocidos foros de Saint Germain, que París se promulgase como el modelo a seguir en todos los órdenes e, incluso, que los peterburgueses, tanto los más ostentosos como los más humildes, introdujeran en sus charlas numerosas expresiones comunes y frases hechas en francés. El sueño occidental de la urbe se vino abajo, ya se sabe, de manera estrepitosa, pero durante décadas San Petersburgo se creyó europea al cien por cien para distinguirse de la atrasada y chabacana Moscú. ¿Por qué cuento esto ahora? Pues porque ayer por la mañana, como a las once, bajaba un servidor por la Plaza Jerónimo Cuervo desde Lagunillas y el pestazo que había que soportar habría bastado para frenar a Napoleón en Waterloo. No era de extrañar: la noche del domingo, pasada ya la madrugada, me había topado con tres tipos regando a gusto la alambrada que delimita la obra del nuevo mercado gourmet de la Merced, lo que no dejaba de ser un canto al oxímoron. El urinario que tenían al lado, solitario y yermo, resultaba ya impracticable colmado su volumen, así que optaron por el camino fácil. ¿Y por qué aquellos tres tipos que compartían semejante tarea entre chistes malos hacían lo que a nadie se le ocurre hacer en cualquier otra época del año? Porque es Feria. Y, hay que entenderlo, los bares están muy llenos. A esa misma hora, y por más que el domingo la afluencia respecto al sábado hubiese sido considerablemente más floja (en lo que respecta a estas cosas, las afluencias tienen muy poco que ver: da lo mismo que sean un millón o seis millones los dispuestos a hacer el cafre con el beneplácito municipal), Uncibay era un vertedero monumental, los vecinos de Compañía tenían que dormir con las ventanas cerradas dado que el aire en la calle era irrespirable y Beatas era un enorme charco digno de la rata a la que cantara Blas de Otero. De modo que la jornada empezó ayer con los restos del desastre del día anterior, y así es, más o menos, como transcurre la Feria del Centro. Pero resulta que no, que existe toda una corriente de opinión sostenida por muchos, con el Ayuntamiento a la cabeza, que afirma que la atención prestada a estas cosas hace un flaco favor a la ciudad, que al fin y al cabo no se trata más que de efectos indeseables pero que lo que se celebra es otra cosa, que en la Feria tienen más protagonismo la tradición y la diversión sana y que tampoco hay que preocuparse por cambiar mucho las cosas. Cuando encuentro estos argumentos, me acuerdo de Dostoievski; especialmente si leo artículos como el que publica hoy mi compañera Victoria R. Bayona en la página 8 de este mismo periódico (busquen en local los lectores del digital). Málaga mantiene la ilusión de vivir una Feria del Centro como tal; pero lo que pregonan las calles, a horas cada vez más tempranas y en áreas cada vez más extendidas, es que para demasiada gente la Feria no es más que la oportunidad de hacer lo que durante el resto del año está vetado. Entonces, uno se pregunta: ¿por qué lo que resulta indeseable de forma general se permite durante estos días, así, sin más?

De modo que la jornada transcurrió ayer lunes con más tranquilidad y menos bulla que el domingo, a la espera del repunte festivo de hoy dado el carácter festivo de mañana; pero las botellas volvieron a amontonarse en la puerta de la iglesia de Santiago, resultaba altamente desaconsejable internarse por Casapalma en sandalias, las sirenas de las ambulancias sonaron durante toda la tarde y en ningún momento daba la impresión de que alguien hubiera limpiado, ni siquiera en Larios. Pero mientras el furor sucedía con la alegría de costumbre, en las redes sociales corría como la pólvora la foto del tipo que la tarde del domingo, en la mismísima Plaza de la Constitución, decidió quedarse en pelota picada y encaramarse para que todo el mundo pudiera verlo como su madre lo trajo al mundo. Bien mirado, la proeza podría emplearse como reclamo turístico (Houllebecq imaginó algo parecido en Plataforma), pero, más allá de la desgracia, el intrépido sirvió en bandeja a la Feria un símbolo eficaz: el del traje nuevo del emperador. El muchacho se complacía en enseñar sus partes, pero Málaga cree que durante estos días exhala arte, gracia y salero cuando su aroma es muy distinto. Es ella la que va en pelotas y la que encima huele mal. Sólo que está tan ensimismida con lo mucho que vale y lo bonita que es que todavía no se ha dado cuenta. Para algo tenía que servir el orgullo malagueño: un opiáceo de primera categoría. Esta ilusión, la defensa acérrima de una Feria del centro que sencillamente no existe, añade más dolor a la pena que le embarga a uno cuando encuentra su ciudad destrozada y asquerosa a cuenta de una política municipal empeñada en seguir ordeñando una vaca que ya no puede dar más de sí. Málaga necesita justamente una política de altura para solucionar este problema, no mano izquierda ni paños calientes. Lo malo es que ya es, maldita sea, demasiado tarde.

Total, que ayer anduvo todo a medio gas, pero en Los Paragüitas tres yolis tardoadolescentes que se comunicaban a gritos estaban dispuestas a quitarse las bragas y hacerse un selfie con ellas en la mano sólo para reírle la gracia a Teresa Porras. Comprenderán entonces que resultaba bastante más apetecible trasladarse al Real y echarse algo al estómago, aunque fuese una ración de callos: ayer a la sombra hacía casi fresquito, y el ambiente era agradable en un Cortijo de Torres que todavía, durante el horario matutino, inspira una sensación de cierta decadencia, como de decorado abandonado después de un rodaje. Y a lo mejor se debía a que por la noche actuaban en el Auditorio Municipal Siempre Así, pero no resultaba difícil encontrar en el Real varones ataviados según el más refinado criterio sevillita: ya saben, camisa de El Potro con la manga recogidita en el puño, melena engominada hacia atrás, pantalón corto con pinzas y zapatos sin calcetines. Dado que vestir de campero debe resultar un exceso, ésta parece ser la solución idónea cuando la parienta decide vestirse de gitana, este año sí, José Fernando, y uno no sabe qué ponerse para no desentonar. No crean, que en el centro, en eso que llaman la almendra (a lo mejor habría que precisar y llamarlo la peladilla, para ser honestos), a salvo de los inconscientes comulgantes de Baco que van desde la Plaza del Carbón hasta Cárcer buscando una esquina libre en la que soltar la papa, también se ven especímenes de esta guisa. De nuevo Málaga emula al San Petersburgo de Dostoievski, soñándose otra. Pero, al cabo, ¿quién, en su sano juicio, se plantaría en la Anchoíta vestido de cenachero? No iba a haber nuca para tanta colleja. Lo más in de esta Feria, de cualquier forma, es el helado de Cartojal, aunque aquí el cronista aún no lo ha probado. En Tomás Heredia, corazón del Soho, una niña vio ayer el perfil de la nueva noria en construcción del Puerto y dijo a su padre: "Mira, papá, ahora la Feria la han puesto aquí". Era la hora de comer. Vamos mejor a Sr. Lobo, aquí al lado, que ponen un vermú soberano. Amén.

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