Crítica de Teatro | 'Hamlet'

El veneno era un juego de niños

Representación de ‘Hamlet’ a cargo de la Companhia do Chapitô en el Centro Cultural Provincial MVA.

Representación de ‘Hamlet’ a cargo de la Companhia do Chapitô en el Centro Cultural Provincial MVA. / Javier Albiñana (Málaga)

Conviene, por si las moscas, empezar esta crítica recordando que desde Esquilo el teatro incluye un elemento importante de sanación. La mímesis a la que hacía referencia Aristóteles en cuanto a la re-creación de la vida de los hombres no es un ejercicio gratuito, en el sentido de vano (lo que no quiere decir que no sea inútil, que lo es: tanto como la misma humanidad), sino que persigue un fin: haciéndonos pasar por otros, podemos excitar la ilusión de que controlamos, domesticamos y hasta corregimos todas las inclemencias fatales que pueden perjudicarnos, incluida la muerte. Esta ilusión ejerce un cierto efecto placebo, pero, sorpresa, el efecto funciona: el teatro, cuando es bueno, nos hace sentir más capaces y más enteros ya que brinda una oportunidad de crecimiento detrás de cada debilidad. A medida que el teatro fue desprendiéndose del deus ex machina, esta cualidad hospitalaria se fue haciendo más evidente hasta cristalizar en Shakespeare, donde la especie humana, total, en todas sus aristas, las más nobles y las más crueles, se basta y se sobra para que el espectador de una función salga reconfortado. De hecho, el mismo Bardo prodigó una demostración ilustrativa de esta ley en el recurso metateatral de Hamlet: es una representación de cómicos ante el rey usurpador la que hace aflorar toda la verdad (al mismo tiempo, Shakespeare advierte de que la verdad no es suficiente para la reparación: también es necesaria la razón, aplicada a través de la justicia). Hoy, en la era de la narración en multipantallas, la ley, como tal, se sigue cumpliendo: el viejo juego de niños que es el teatro alumbra la verdad y rescata lo que merece ser rescatado.

De modo que nunca podremos agradecer lo suficiente a la portuguesa Companhia do Chapitô su empeño, sostenido desde 1996, en devolver los grandes títulos del orden clásico, lo mismo a Shakespeare que a Sófocles, al estricto margen del juego, en la más pura acepción original de su sentido teatral. Su último órdago, Hamlet, se resuelve en un continuo tú la llevas desarrollado durante una hora y cuarto para la delimitación de una multinacional en la que la tragedia, de forma precisa y rigurosa, acontece en todas sus hechuras. En una puesta en escena en la que cada gesto y cada paso están asombrosamente medidos al milímetro (siendo la impresión resultante de una extrema libertad), en la que continuamente se apela a la imaginación de quien observa para evocar mil y un contextos y en la que las corbatas pueden convertirse en cualquier cosa, Hamlet nos es devuelto íntegro, absoluto, radical y sin atajos. La comedia, como siempre a las órdenes de José Carlos Garcia y los suyos, no sólo no niega la tragedia, sino que la reafirma. En su disposición elemental, el montaje encierra algunos de los momentos más bellos y conmovedores que este crítico ha visto en un escenario (como la muerte de Ofelia: todo un prodigio revelador de cuanto puede dar de sí el arte escénico). Y cuando ya hemos saltado, jugado, corrido y brincado como críos, descubrimos que hemos apurado el veneno con Hamlet. Y que salimos indemnes, curados. Más felices. Y más libres.

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