'El desguace de las musas' | Crítica

Todavía es temprano

Representación de ‘El desguace de las musas’, de La Zaranda.

Representación de ‘El desguace de las musas’, de La Zaranda. / Miguel Ángel González

Según el Evangelio de San Lucas, cuando las mujeres acudieron al sepulcro en el que habían dejado a Jesús tras su muerte en la cruz, encontraron la piedra removida y a un extraño personaje que el narrador identifica con un ángel. Este inesperado protagonista les hizo una revelación misteriosa: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” Y cabe sospechar que semejante pregunta debió dejar consternadas a aquellas mujeres: ¿A dónde iban a buscar a Jesús, al que habían visto morir, sin duda, sino en su propia tumba? Más allá de su indudable calidad milagrosa, la resurrección entraña la aceptación de que aquello que creíamos muerto está vivo. Y exige, del mismo modo, mirar a otro lado, o de otra manera, para distinguir bien entre lo que vive y lo que no. En un momento de El desguace de las musas, la última obra de La Zaranda, Gabino Diego evoca otra cita de los Evangelios: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos”. Jesús lanza esta dura advertencia a alguien que está vivo, al menos a ojos de todo el mundo, pero su intención es la misma: enseñar a reconocer lo que realmente vive y lo que tal vez parece vivir pero está muerto. Sirva esta introducción pastoral (ay) para señalar que exactamente ésta es la razón de ser de El desguace de las musas (con un fundamento, también, poderosamente inspirado en la enseñanza de Cristo): reivindicar que lo que parece muerto a ojos de la mayoría vive, mientras que los motivos que ocupan a esa misma mayoría están muertos desde hace años. Y, además, huelen mal.

La cuestión esencial de la obra es la esperanza. La que pasa inadvertida a ojos de la mayoría

La obra presenta un teatro de varietés ruinoso en manos de una compañía en las últimas. Todo lo que el espectador observa se viene abajo, se llena de ratas o se caga encima. No hay nada que hacer. Los artistas intentan poner en marcha un nuevo espectáculo explosivo, pero nadie viene a verlos. Su tiempo pasó, fue otro. Las musas que habitaron este mismo espacio hace años han quedado para el desguace. Sin embargo, este desguace provee al espectador de un aprendizaje esencial: la verdad es otra. Los muertos son otros. Crujen bajo el suelo y quieren salir. La obra de Eusebio Calonge es una monumental denuncia, incómoda y necesaria, contra los valores que en la sociedad contemporánea han llegado a afirmarse como imprescindibles precisamente por su condición mayoritaria: la política, el Estado, la cultura y el comercio están muertos. Se dedican a remover una y otra vez a muertos que llevan décadas enterrados. Sin esos muertos que regresan así una y otra vez, en virtud de una lógica necrófila para la que no parece haber escapatoria, ninguno de estos valores tendría sentido ni sería útil. Uno de los personajes lo dice bien claro: “Ya que no tenemos futuro, nos dedicaremos al pasado”. Y nadie, creo, ha expresado un dictamen tan certero sobre nuestro tiempo. Eso sí, el quid fundamental de El desguace de las musas es la esperanza, la que pasa inadvertida a ojos de la mayoría. La que queda, tal vez, en el teatro como expresión artística, humana y antigua, pasada de moda. Cuando el personaje al que interpreta el (maravilloso, conmovedor) Gabino Diego constata una y otra vez que el público no ha venido, su respuesta siempre es la misma: “Todavía es temprano”.

La dirección impecable de Paco de la Zaranda, como siempre, conquista el corazón a través de la acción. He aquí, de nuevo, la poética que, siendo a la vez tragedia y comedia, hace de La Zaranda una inspiración creciente para cambiar el mundo. Lo lograremos.

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