Cultura

Y el diestro prolongó su agonía

Que la tauromaquia encierra una sugerente alegoría no es novedad. Que artistas de todas las épocas le han rendido tributo a sus símbolos tampoco. La danza contemporánea no ha permanecido ajena a su influjo y como ejemplos más recientes valgan desde Antonio Canales hasta Andrés Marín, flamenco ambos pero con una visión diametralmente opuesta del movimiento escénico. Con clichés o sin ellos, a favor o en contra de los tópicos, sus propuestas han echado mano del toro, del torero y de la fiesta nacional en general para recrear su fascinación por el espectáculo. En 1988, desde Barcelona, Cesc Gelabert manifestaba su propia devoción encarnada en la figura de Juan Belmonte, uno de los toreros más carismáticos que ha dado la tradición y quizás el más revolucionario. Con estos mimbres no debe resultar difícil encontrar motivos de inspiración que den forma a una coreografía, cuanto menos efectista. El error está quizás en quedarse solo en eso, en el efecto, la estética y facilidad para impactar a golpe de poses apolíneas y pases de pecho. De ahí que la propuesta de la compañía barcelonesa que se subió el viernes al Echegaray no llegara a convencer.

Demasiada agonía en la piel de un Belmonte falto de energía. Demasiados clics visuales en los seis bailarines enfrentados al veterano torero –por momentos parecían más gladiadores que intérpretes de danza– y demasiados minutos de desfile corpóreo. Sobraron caras de susto entre el elenco y faltó una apuesta más vanguardista que llevara hasta al patio de butacas algo más que sudor y lágrimas. Con una coreografía que abusó de la repetición de cánones y del salto como ejemplo de espectacularidad, Belmonte fracasó en el propósito de celebrar con su reposición los 30 años de una, por otro lado, más que solvente compañía. La contemporaneidad bien entendida lleva inherente una transgresión y exploración continuas en las posibilidades del arte como medio –único– de expresión. Lo demás es recrearse en la comodidad del éxito, así pasen los años. Más de veinte han transcurrido desde que Gelabert impactara con este montaje concebido como metáfora de la lucha entre el instinto y la razón, entre la vida y la muerte. Pero el tiempo en la danza juega a ser ese verdugo que no perdona a quien se duerme en los laureles. Y hoy por hoy, este Belmonte necesita más vítores para sacarlo del albero.

Por fortuna, los setenta minutos de prolongada contienda entre anatomías masculinas tuvieron sus puntuales flores en el desierto. Dos, para ser más exactos. Por un lado, el acertado vestuario de Frederic Amat, mediterráneo y vanguardista sin rozar el ridículo y, por encima de todo lo anterior, la música de Carles Santos, verdadero protagonista y conductor del relato. Rotunda, de precisa partitura y con una progresión rítmica que por sí sola hubiera bastado para narrar los episodios de victoria y derrota del torero. Lástima que el contrapunto femenino estuviera en la piel de una joven anodina en su rol de sufrida compañera, madre o amante castiza. Un ejemplo más de la falta de expresividad que necesitaba una historia tan catártica como la de este remedo de sangre y arena. Al menos, al terminar la función, la cuota de extranjeros soltó sus correspondientes oles, en agradecimiento ante la sobredosis de tipismo español que les habían regalado. Y nadie salió a hombros.

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