Colaborativo... con uno mismo

Una parte de la ‘economía colaborativa’ está fuera de control y perjudica a inocentes

Durante un viaje a la Bretaña francesa, me encontré con un imprevisto, una de esas circunstancias que te recuerdan que toda planificación se hace para que la realidad te diga que tu plan no era perfecto, y que la necesidad de gestión sobre la marcha es consustancial no ya a cualquier organización de viaje, sino a la vida misma. Sería febrero, y confiaba en que, a pesar de lo sinuoso y abrupto de la costa bretona, y por tanto de sus carreteras, habría servicios de autobuses, o bien de trenes. Y qué va: ni una cosa ni la otra, al menos para alguien que quiere ir desplazándose por el perímetro continental, en este caso, por el espectacular Sendero de los Aduaneros que recorre junto al mar la gran nariz peninsular que es esta peculiarísima y hermosísima región francesa (francesa a regañadientes... o a regañaimpuestos), que por sus características nacionalistas fue elegida por Goscinny y Uderzo para ubicar el poblado de Astérix. Bueno, me dije, el viaje lo merece, y en estos diez días iré alquilando coches según lo necesite. Pero no, tampoco existía un mercado de coches de alquiler en una región que, aunque era temporada baja, tiene unos altos indicadores de turismo de calidad y de renta per cápita. Fue así como descubrí Blablacar, una plataforma de coche compartido me dio el avío de una manera eficaz y eficiente, y también me permitió charlar con nativos, por lo general amables, si bien desconocedores del inglés. Y percibí que Blabla es un negocio de alta utilidad para conductores que ahorran toda la gasolina, pasajeros que viajan cien kilómetros por entre 5 y 8 euros y la propia plataforma. Un negocio de los que se dan en llamar “colaborativos”, que vienen a ser un trueque monetizado y por internet.

Pero qué va, “abandonad toda esperanza”, la cabra tira al monte, y la entropía, esto es, la tendencia de cualquier sistema a degenerar, funciona en la otrora enaltecida economía colaborativa, con un apriorismo de lo más precipitado. En esta denominación, que en apariencia otorga la virtud de compensar lo salvaje del capitalismo sin trabas, funciona también el desahogo, y no sólo el benéfico y humanizado B2B entre personas que intercambian servicios y productos por internet. En el saco de la economía colaborativa hay manzanas podridas, o bien negocios que permiten daños a terceros inocentes, incluida Hacienda. Un amigo economista escribió en una red social, en mi muro (este término me recuerda siempre al Kotel donde se lamentan los judíos): “La economía colaborativa es irregular y defraudadora de impuestos”. Es exagerado, y no debemos castigar a la pira a justos y benéficos por pecadores y granujas, o más que granujas, ajenos a todo tipo de colaboración que no sea con su propio bolsillo. Muchas otras personas estuvieron de acuerdo con “mi entrada”, que empezaba así: “Tú te hipotecas o alquilas y estableces un hogar. Por su parte, dos o tres de tus vecinos –o un inversor lejano– huelen pasta y se convierten en intrépidos inversores y emprendedores: deciden poner pensiones libres de cuidadores en tu edificio, con la complicidad de Airbnb, Booking y el propio Ayuntamiento. Ellos ganan una renta a costa del deterioro de tu propiedad y tu salud. Sinpapeles transeúntes a diario con llaves de tu portal, pululando por las escaleras, azoteas y ascensores (no todos son unos impresentables, claro. Sólo demasiados). Cada noche, fiestuqui o llegada a las tantonas con la papalina, si no, troleys, vocerío: lo que se hace en un sitio donde vas a pasarlo de puma tadre, y si te he visto no me acuerdo. Ese hospedaje turístico en casas normales debe prohibirse ya”. ¿Meterá alguien en vereda este río revuelto que ni siquiera está obligado a registrar a los efímeros inquilinos, como cualquier hotel, fonda o camping?

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