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el poliedro
Es obligación de analistas, prensa y, en general, de los ciudadanos criticar los defectos, vicios o fallos en la gestión en las que incurra el poder, huyendo del vano peloteo. Bastantes untadores de crema de kiosco de feria de las vanidades pululan alrededor de quienes ostentan poder grande en gobiernos, empresas, universidades y hasta en peñas flamencas como para abundar en el halago: dejemos nuestro apoyo incondicional para parientes y afectos en edad de crecer o en momentos difíciles para su amor propio (o autoestima, si permiten la sinonimia). Igualmente, debemos estar alerta, y no entregados, con los sectores de actividad, y, en concreto con las que fueron llamadas en su día high tech y, más en concreto, las redes sociales, que, cual “hombre de los caramelos” a la puerta del colegio nos alumbraron la vida de forma gratuita, para ensombrecerla con falta de libertad pura y dura (lo dice esto un colegial, enredado quizá sin remedio). Esas plazas públicas digitales que, con nuestro consentimiento expreso, asentimiento despistado, silencio positivo o por la real cara se han convertido en vendedoras de nuestras costumbres, pautas de consumo, ubicaciones y datos mucho más íntimos. Por no mencionar sus extensiones de robótica y sustitución humana –¿será cancelación?–, mediante la IA (o AI).
Otro sector aupado a los altares y designado como futuro de una modernidad terciarizada –de dudosa verisimilitud, a la postre– ha sido el turismo, ese poliedro de actividades de ocio y negocio que ha ido de la mano de la democratización o popularización del viajar sin necesidad, y de otros elementos catalizadores, muy principalmente las aerolíneas de bajo coste y las propias agencias de internet: Booking, Tripadvisor, Airbnb y otros embudos de la llamada economía colaborativa, en la cual hay colaboración de verdad, como sucede con Blablacar, pero también funciona a base de bien la colaboración con el propio ombligo inversor, esto es, falsa colaboración, y, a la vez y por el contrario, molestia y despatrimonialización para los ombligos prójimos. Véanse los pisos turísticos en casas de vecinos, cuartos de rotación continua que el propietario rentista quizá no haya visto ni a la hora de adquirirlo.
Terminaremos con una anécdota; las anécdotas suelen tener alma de metáfora y de fábula. Se trata de un pueblo costero, de esos que multiplican su población con “forasteros de un solo uso”, reventando –a veces literalmente– las infraestructuras y las costuras del lugar. El lugareño se tira desde Semana Santa escuchando a músicos callejeros; son siempre los mismos, y tienen un repertorio muy trabajado de pocas canciones. Llevan altavoces de voz e instrumentos: si estás en la terracita de ocasión comiendo o refrescando el gaznate, eres un secuestrado de veinte minutos. Quizá corra el turno y venga a los postres otro secuestrador con gorrilla y bafle, con notorio aspecto de buena persona, a ofrecerte a capón su propio programa musical. En las mesas, hay una dicotomía, casi bipolar. De un lado, una mayoría de soldados de las huestes de la economía transeúnte –o sea, del turismo, ese maná que se nos está atragantando–, que aplauden, arrobados, a los artistas, porque es verdad que en general lo hacen bien. Pero, de otro lado, valga aquí lo de comer caviar de vez en cuando o que te lo pongan por delante a diario: en el sitio de marras, hay una minoría residente que está hasta las mismas narices de esos músicos gota malaya (la música, o se escucha queriéndolo uno, o es un castigo). Un sociólogo o antropólogo llamaría a este teatro bipolar gentrificación, cosificación, mixtificación. Pero vale llamarlo, en clave filosófica, “no-ser”. Y esta es la esencia del turismo masivo: el síndrome de Venecia. Que de Venecia tiene lo que un turista de Marco Polo.
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