Sonreír. Como si fuera antes de marzo, con fuerza y alevosía. Es uno de esos verbos que ni la RAE ni una mascarilla pueden limitar. Ni el BOJA ni el medio de comunicación más subversivo os lo van a recordar. Pero hay que hacerlo. Puestos a vivir con actividades contagiosas, qué mejor que esta. Y esas pandemias de la sonrisa también causan estragos. Te hacen olvidar los problemas del día, las cargas que te endosa la vida o las que tú te echas encima por ese afán ingobernable de rescatar a los demás. Alivian a esas personas a las que estos tiempos difíciles han convertido su empatía en pararrayos de la tristeza. Sonreír, porque siempre habrá cerca alguien con déficit de sonrisas o porque nunca hay overbooking de ellas ni se aborrecen.

Vivir. Que es algo que va muchísimo más allá de hidrogeles, medidas de seguridad y cierres perimetrales y bastante más simple que hacer puenting o tirarse en paracaídas. El carpe diem no nació para que el capitalismo lo travistiera en eslogan ni merece el deshonor de figurar en un azucarillo o en el último post del influencer del momento. Vivir tampoco es lo contrario de morir (eso se llama nacer). Es la grandilocuencia de los actos sencillos. Prestar tu oído y tu hombro a quien te llora su problema, por más pueril que te parezca. Es escribir a alguien a quien hace tiempo que no hacías recordándole aquella anécdota que os hizo reír tanto en la universidad. Es decirle a alguien que os queda un beso pendiente, por más que el destino se empeñe en ponerlo en lista de espera. Es entender que ser padre es una profesión de 24 horas, que vale un millón de veces más jugar con tu pequeño a un juego indescifrable que darle un rato el móvil para que te deje ver media hora Netflix. Es decir las dos palabras más bonitas del mundo, y que no son "te quiero", sino "hola" y "gracias", porque también se contagian con facilidad. Vivir es pasear, aunque no sea bajo las luces apresuradas de calle Larios, porque así nacieron algunas de las ideas más brillantes de los primeros pensadores. Es una conversación sincera e intensa, pese a que no haya más remedio que disfrutarla en WhatsApp o una videollamada, sin más toque de queda que la llamada de Morfeo. Es quedarse atrapado en el segundo infinito de dar el primer buche a una cerveza. Es quitarle la brújula al alma mientras te dejas mecer por una buena novela o sorbitos de intensa poesía. Es hacer un regalo sin mirar la fecha que es ni esperar otro a cambio. Es liberar nuestro mundo interior ahora que nos vuelven a encerrar.

Todas estas actividades son esenciales, aunque no lleven esta etiqueta formal ni fueran en el discurso de Juanma Moreno; son tan necesarias como la vacuna del coronavirus. Además, dependen de nosotros, no de multinacionales ni tecnócratas, y son gratuitas. Porque si no, no sé para qué carajo vamos a querer una cura.

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