El pasado jueves hizo un año del asalto al Capitolio de Washington por una turba de fanáticos trumpistas. Para los interesados en quitar hierro al asunto, solo fue una mascarada de radicales encabezada por el "bisonte de Quanon". Pero fue mucho más que una algarabía de los siniestros ultras de Pround Boys: murieran cinco personas y 140 policías resultaron heridos. Pero lo verdaderamente grave es que el asalto fue alentado por Trump desde la Casa Blanca, en un desesperado intento de impedir la confirmación de la victoria electoral de Joe Biden. Un resultado que fue refrendado de forma reiterada por los tribunales y por las autoridades electorales, tanto demócratas como republicanas. Pero por mucho que haya quedado ampliamente demostrada su legitimidad, un 70% de los votantes republicanos siguen creyendo la realidad alternativa, la mentira, difundida por Tump de que Biden ocupa el Despacho Oval de forma fraudulenta. Es pues muy probable que si la mayoría de la Cámara hubiese sido republicana el resultado electoral no se habría validado, provocando una de las mayores crisis en los más de doscientos años de democracia en EEUU. Algo que no parece preocupar lo más mínimo a la inmensa mayoría de votantes republicanos para los que Trump es su mejor candidato para 2024. Como dijo alguien, "el problema no es que los partidos estadounidenses no compartan una misma realidad moral, sino que ya no comparten la misma realidad". Lo indiscutible es que la poralización política es un cáncer letal para la democracia.

Si un setenta por ciento de votantes republicanos está convencido de que Biden es un presidente ilegítimo, no son muchos menos los que en nuestro país están convencidos de la ilegitimidad de nuestro gobierno. Al parecer, un presidente investido con el voto de representantes de la soberanía nacional debidamente elegidos por sus electores, según lo establecido por la Constitución y nuestras leyes, sólo resultará legitimo si el elegido es uno de los nuestros. Es el problema de simplificar la democracia a un ellos y un nosotros. Un primitivo antagonismo entre el bien, representado por los nuestros, frente a ellos que son el mal. Aunque no seamos EEUU y por muy distinta que sea nuestra realidad política, la deriva extremista a la que Trump ha llevado a los republicanos en su país ejemplifica cómo la pérdida de centralidad de los grandes partidos puede conducir a las democracias a un callejón sin salida.

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