Me encantaría haber recolectado más memorias de mi infancia. Tener más fotos de mi primer tercio de vida. Que mis recuerdos invocaran una niñez más vívida. Uno de esos brochazos que conservo más corpóreo es que desde bien pronto huí de tópicos, refranes y conversaciones de mampostería. Las frases clonadas de ascensor. Los dichos que pretendían justificar una decisión individual. Los plañidos prefabricados cuando alguien moría repentinamente. Todo eso me parecía matar la vida, la espontaneidad de cada persona, aborregar voluntades. Me ponía de mala leche. Así que crecí con un acto de furiosa rebeldía al estilo Banksy: el amor por lo genuino.

Discurro por una fase vital en la que todas las alarmas están puestas para confluir en un punto: disfrutar el momento. Y no hablo de puenting, ir a la Muralla China o tirarme en paracaídas. Ese es un camino fácil y de escasa caducidad. El mérito radica en beberse los momentos simples como si fueran una copa de prosecco en las noches en que el verano está a punto de atropellar a la primavera. Y uno de esos grandes sorbos es conversar. Pagaría por viajar en el tiempo a hacerlo con los peripatéticos, quienes sublimaban lo que etimológicamente define a dicha palabra: reunirse a dar una vuelta.

Ahora que todo el mundo habla más que escucha, que la libérrima libertad de expresión ha desatado lenguas insensatas, más perentorio considero conversar, rodearme de gente que diga más que hable. Un día sin una buena conversación es un día que se irá a la cama casi precintado, desperdiciado.

Para mí se han acabado los días en que no me desnude ante alguien poniendo mi corazón en sus manos. Porque conversar es eso, el riesgo de mostrar tu interior ante orejas que pueden ser látigo o maza. Ya me da igual. Hablar de verdad exige un vertiginoso viaje interior, y estoy dispuesto a correr el riesgo de no ser comprendido, de ser visto como alguien extraviado en la urbe de las reflexiones alquiladas a sobres de azúcar y cuentas de moda en instagram.

Como en los libros, estoy dispuesto a morir y revivir compartiendo mis miedos y luchando contra ellos. Buceando entre recuerdos enlodados. Removiendo mis entrañas. Dando los consejos que no se quieren oír. Lanzando bofetadas de realidad. Mi gente, la que me importa, se lo merece. Y yo, claro, que tanto he amamantado lo original, que he asesinado un sinfín de palabras que no decían nada, también me lo merezco. Aunque tenga que zarandearme, desmontarme, reaprenderme, enfrentarme a esa parte de mí que me disgusta o me atemoriza. Encontrar la autenticidad de mi pellejo escarbando por la densidad de los tejidos adiposos del alma.

Hoy, que tengo más claro que nunca que la muerte acecha un poco más cerca que ayer, no pienso acostarme sin haber desabrochado al menos una vez al día la cremallera de mi pecho para dejar fluir lo mejor de mis charlas: y acabaré exhausto. Quizá incomprendido. Pero toda interrelación con quien comparta pensamientos y emociones será pura vida. Gozaré, sufriré. Pero viviré. Estoy deseando conversar contigo de mi forma de entender el universo. En prosa y con verso.

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