
Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Siluetas
EL ESPONTÁNEO
ANOCHE soñé que volaba, soñé que tenía manos de luna llena, soñé con bailarinas del Boshoi y del Kirov con cinturas de avispas y tules transparentes haciendo el amor en peldaños de madera que crujían al unísono de zambombas y trompetas, de blues y jazz, soñé con aquella casa de cristal de mi amiga Olga en Oakland, soñé con aquel beso de mariposa en aquel tranvía de número capicúa sin trole de la modistilla de cuerpo de Coca-Cola. Con las lágrimas del viento, con piedras blandas sin musgo, con las dos Españas amargas de posguerra, con calles grises de hombres con sombreros y corbatas torcidas, con canciones cursis de veranos eternos de la dulce burguesía: "Tengo una muñeca vestida de azul con su camisita y su canesú...". Con cursos plagados de sotanas ignorantes, represivas y reprimidas. "La saqué a paseo, se me constipó, la tengo en la cama con mucho dolor. Dos y dos son cuatro...". Soñé con el caos, con libros de éxito y extraños que compra mucha gente y nadie lee y muy pocos se enteran de todo.
El enigma de la vida, sin resolver, terrible dilema.
Soñé que me cortaban el pelo con tijeras de madera de teka, tea, teta...
(Otra vez J. Joyce). Patillas de portero de librea en casas de fachadas neoclásicas y tatas de provocativas y reprimidas lujurias, con niños cursis con mofletes. Con aquel compañero de pupitre sin rostro, de ojos de botón de abrigo, dedos de corcho de botella de cava, salarios de bronce y bicicletas para el verano.
Cacofonía, qué bien suena.
Tía Clotilde calla, haciendo calceta con lana verde de loro en jaula de mimbre. "Ya me sé la tabla de multiplicar y ahora en el verano me podré casar". Terrible engaño de hipotecas, sellos falsos y arquitectura efímera como la vida misma.
Nunca llegó a nada, lo único que hizo fue soñar y ser el más alto de su pueblo.
Sabía que empezaba la primavera porque mamá hacía torrijas, miles de torrijas, posiblemente millones de torrijas, mientras papá permanecía impertérrito con el batín de borlas a cuadros (parecía un cuadro de Mondrian con cabeza) leyendo el diccionario de la RAE. Creo que empezaba siempre por la C de cernícalo y terminaba por la Z de zoquete. En casa los dos únicos libros que había eran el libro de familia y el mencionado diccionario, excepto en el desván que, entre cachivaches, había una remesa de libros que un tío mío republicano dejó huyendo apresuradamente a México cuando entraron las tropas rebeldes en Madrid. Ahí leí a Aldous Huxley, Allan Poe, La isla del tesoro y El último mohicano. El desván era mi sitio predilecto, donde soñaba con piratas, héroes y odaliscas que nada tenían que ver con las muchachas timoratas, educadas en teresianas de axilas con olor a incienso y cera de velas joseantonianas.
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