Parece que ha pasado mucho más tiempo. Pero 84 años son, en muchos sentidos, apenas un suspiro. Mi padre nació en 1929 y recordaba la desbandá. Pero no el acontecimiento, del que no fue testigo, o al menos eso me dijo, sino de lo que le contaron después. Sí recordaba las alarmas y el ruido de las bombas. La reclusión de aquellos días. Le dijeron luego que muchos se habían ido. Su padre, un falangista incondicional de José Antonio, que se escapó por los pelos de un paseíllo gracias a la intervención de un hombre al que no mucho antes había sacado de un apuro, confiaba en que lo que venía sería bueno para su familia. Así que se limitó a procurar su protección. Esto, insisto, me contó mi padre. Pocos años después, acabada ya la Guerra, mientras Europa libraba la suya, le pagaban una perra gorda por repartir octavillas con propaganda favorable a Hitler. Ahí están mis raíces, sí. Y no siempre ha sido fácil lidiar con ellas. Muchos años después conocía a una mujer mayor, ya fallecida, que en el 37 vivía en un cortijo en la provincia de Almería, cerca ya de Murcia. Por aquel entonces era una muchacha que encontró en el camino frente a su casa a una mujer que caminaba desamparada junto a sus dos hijos pequeños, devorados los tres por el polvo del camino y con los zapatos destrozados. Al verlos así, aquella joven les invitó a pasar a su cocina para darles un plato de comida y un vaso de agua. La recién llegada le informó de que venían andando desde Málaga, huyendo de los nacionales y de los italianos. Y entonces le dio sus razones: "Hemos matado a todos los señoritos de la calle Larios". La muchacha, aterrorizada, esperó a que los tres terminaran su plato y se marcharan. A muchos de quienes se quedaron en Málaga, ya se sabe, les esperaban los fusilamientos en San Rafael hasta bien entrados los años 50 y la proyección de un régimen que aseguraba ser magnánimo con sus enemigos. Las víctimas del franquismo que contó mi familia, quienes me precedieron, no vivieron ni murieron en Málaga, pero supieron de la miseria y la injusticia en un pueblo de Córdoba para morir con cuarenta años por las enfermedades que contrajeron con tal de escapar con vida, como mi abuelo, o fueron deportados a los campos de concentración del norte. Luego, los hijos de unos y otros se casaron, engendraron, criaron sus propias familias, afrontaron otros riesgos, optaron por seguir adelante.

El 7 de febrero de 1937 era también domingo. Pero es mucho más lo que desconocemos de aquella tragedia que lo que sí sabemos. Aquella ciudad abandonada a su suerte bajo las llamas, sin un gobierno al que acogerse, quedó abonada desde el primer minuto al olvido. Y así ha sido: es mucho el trabajo que los historiadores tienen por delante para terminar de definir cantidades, tiempos, procesos, testimonios, de sacar luz de un pozo ciego que apenas contó con testigos. Pero resulta casi más doloroso el modo en que las historias familiares, los grandes o pequeños relatos que pudieron quedar, desde las distintas perspectivas y posiciones, se han ido disolviendo en un magma de silencio, impuesto primero por el franquismo y luego por el consabido pacto tácito a favor del encogimiento de hombros con el que, por lo general, se interpretó la Transición. Porque eran esas confesiones domésticas las que podían haber mantenido viva la llama. Sí, mi padre era un niño cuando pasó todo. No me contó mucho. Siempre he pensado que supo mucho más. Pero ya es tarde para él y para mí.

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