Vamos a celebrar. En la catarsis estroboscópica de las felices fiestas por imperativo social los neotiesos nos vemos apurados. Histeria antes de la cena de nochebuena y el empacho colectivo de navidad. Una competición cuñadil de mesas decoradas con toda la escenografía tamborilera. Vajillas, mantelerías y cuberterías platerescas de las grandes ocasiones de andar con estrafalarios y queridos familiares por casa. Sume un nivel de sofisticación alimentado por la presión de las publicaciones de estilo de vida y decoración influyente que promueven las redes sociales de la fantasía en brillante cartón piedra. Tome nota de la gastrontería en boca. Qué si la elección de vinos, añadas, ambrosías y delicatessen que salen por un ajo y cebolla caramelizada de la cara. Se montan las mesas como altares santificados con centros florales y velas. Se preparan los invitados para recibir mucha cera al calorcillo de la lengua desatada por tanto brindis de paz, amor y facilidad para la recurrente puya gratuita. Y así nos vemos contrarreloj apechugando con los últimos flecos de nervios y bolsas. La nochebuena no es como en las películas. Después toca recoger la mesa y fregar. Pero antes toca un corre, corre con los recaditos y subida de precios de última hora. Requieren una logística especial con vigías atentos al timbre de la casa esperando el advenimiento de los caprichos encargados a santa internet.

También expediciones de a pie peregrinando de comercio en supermercado en medio de una marabunta cargada con chispazos de electricidad estática y estética luminosa. Las fiestas navideñas suelen ser muy bipolares. Del entusiasmo de los niños insoportables, excitados con tanta sobredosis de azúcar a la nostalgia avinagrada y viejenial por los que no están. Aquellos tiempos que se han esfumado. Cicatrices del recuerdo por los seres queridos ausentes y un rosario de anécdotas jocosas. Una hemorragia de añoralgia que se detiene con emplasto de polvorón. En estos días de balance emocional, de las vueltas y revolcones que nos ha dado la vida con sus éxitos achampañados, fracasos ácidos y lo que nos queda por vivir. Mientras espantamos al gordo y a la suerte calva de la lotería, hay que conmemorar que seguimos vivos y porculeando. El destino nos podría haber tratado mucho peor. Por ello es tiempo y ocasión necesaria para ocuparse de los más desfavorecidos, rascarse el bolsillo por los que sufren y no tienen consuelo ni esperanza. La miseria ajena estos días escuece más en Cenacheriland.

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