Hoy, en un nuevo episodio de Me estoy haciendo mayor y me voy dando cuenta, hablaremos de la gente original. Desde que tengo uso de razón me ha fascinado lo genuino, pero es que ahora cada vez voy soportando peor los rebaños y trasuntos. Lo detecto en la música, en el cine, en el arte. Entiendo que todo el mundo no puede ser Antílopez, Nolan o Juan Carlos Aragón, pero no tolero la manufactura de lo impostado como industria o como actitud vital.

Por deducción socrática, hace falta la masa para que surja el diferente; además, el talento es un asunto genético, no todo el mundo puede sobresalir por el mero hecho de planteárselo. Lo que echo de menos realmente es a la gente dispuesta a correr el riesgo de ser diferente. Ya no hablo de la grandilocuencia de desafiar a tu discográfica o ser un salmón en un río de productores cinematográficos; me valen el chaval que es capaz de disfrutar de su plan sabatino sin necesidad de subirlo de inmediato a Instagram, la respuesta necesariamente inoportuna en el chat del trabajo, el atrevimiento de ser ese paisano crítico con Antonio Banderas en plena ola de elogios sistemáticos por el mero hecho de ser malagueño. Son los actos sencillos los que mejor nos definen.

No todo es ruina. Conforme me van pesando cada vez más esas personas predecibles y repetitivas, más valor voy otorgando a las que empuñan la osadía de sentirse gota y no océano. Las, os, necesitamos. Más aún en esta era de aborregamiento. Si la vida es solo una y cada personalidad tan válida como cualquier otra, lo que hacen falta no son los mapas que nos muestren el camino, sino gente dispuesta a dibujar su propia senda.

Más allá de la timidez o la valentía, para mí se trata de una cuestión de honestidad. De contar o transmitir lo que llevas dentro, no lo que el receptor quiere escuchar. De emocionar con tu corazón, no con la lágrima fácil. De escapar de las modas luciendo prendas a sabiendas de los ojos maliciosos que miran incrédulos e incapaces de valorar a los diferentes porque ellos jamás serán capaces de sentirse cómodos ante el juicio de los demás. De ser alguien que escribe su propia historia y no la lee en ese carpediemismo barato de azucarillo para el café. De saber que no se llega a cisne sin haber sido previamente patito feo.

Quizá el único clic en la cabeza para atreverse sea asumir que ser diferente no es ser raro, sino excepcional. Para no ser rata. Para reconocer a flautistas que nos puedan embaucar. Para no ser tan desagradecido como los habitantes de Hamelín. Para que no te cuenten más cuentos que los que te apetezca oír. O para ser tú quien los escribas.

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