Era joven. 15 años, quería un bikini. Estampado. Su ombligo apuntaba hacia fuera. Sólo un poco de cirugía ambulatoria. Nada más. “Caprichos de mi hija”, decía su madre. Muy simple, tan simple como una mañana que, después de años de espera, la llamaron. Ya tocaba. Entras por la mañana, te operan una tarde, y al día siguiente tan contenta para tu casa. Tan simple como la vida. Tan complicada como se vuelve.

Su madre y su padre no querían. Entendían de hijos, de esfuerzo, de trabajo, de sacarlos adelante. Pero el bikini nunca entró en sus planes. Tampoco la operación. Apenas 20 años y, tras varias listas de espera, se operó. Cirugía precoz la llaman. La noche del postoperatorio, nada estuvo donde tenía que estar. Todo fue al revés. El semblante serio de la médico de la ambulancia que la trasladó a la UVI del Hospital lo delataba. La chiquilla de la historia, que debía estar soñando con el estampado de su bañador, no podía hacerlo. Dolía mucho. Fiebre. Y vómitos. Y angustia…

¿Lo demás? Lo demás está en la sentencia. En la que condena al Servicio Andaluz de Salud en vía contenciosa, y en aquella Penal que condenó al médico y revocó la Audiencia. “Que, estimando el recurso de apelación interpuesto por D., declaramos la responsabilidad patrimonial del Servicio Andaluz de Salud y le condenamos a que abone al apelante, que devengará, en su caso, los intereses, con condena a la Administración apelada al pago de las costas originadas en esta segunda instancia”.

Hace años de ello. Pero no logro que desaparezcan de mi cabeza aquella madre y aquel padre. Ni aquel bikini. Siempre me gustó afirmar que existen dos tipos de ejecuciones en la justicia: la material, la del juzgado, la que se sabe victoriosa pero no justa, la que se jacta de poner paz cuando la paz nunca pudo devolver lo que se fue. Después, la ejecución de la vida, la del día a día, la que te obliga a seguir aunque no sepas ya porqué, la que continúa a pesar de que nada volverá a ser igual… la madre no tuvo arrestos para dejar de acordarse de su hija. No pudo. El cementerio de su pueblo le pillaba cerca y a él encomendó su existencia. Era su único consuelo, su mejor medicina. A los seis meses el alma no pudo soportar tanto dolor y se fue con ella. Dicen que un infarto en el mismo cementerio dejándole flores. Ahora viven juntas.

¿El padre? Imagino que ahí seguirá. Vive. Más que nadie. Desde que murieron, sus ojos pueden cerrarse. Su vida no logra acallar el sonido de la sirena de la UVI Móvil. Tuvo que abandonar su trabajo de toda la vida y colocarse de madrugada en el taxi. Con la conversación, las noches se hacen más cortas y ha conseguido dormir algo de día. Allí seguirá. Cuando pone el cartel de libre, discute consigo qué hizo mal para que la vida le abandonara en una esquina. Aún le queda un hijo.

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