
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Mucho peor que el perenne trile
calle larios
HACE unos días pasé por la calle Alcazabilla para ver los andamios instalados en el Teatro Romano, la incipiente escenografía del Prometheus que devolverá el uso escénico al yacimiento a partir del próximo 3 de octubre veinticinco años después de la última función. Por allí andaban Manuel Corrales, el arqueólogo del yacimiento, y Antonio Navajas, del Teatro Cánovas, cumpliendo su cometido de responsables y con una sonrisa estampada en sus caras. No era para menos. La posibilidad de ver a Esquilo devuelto a aquellas piedras, aunque sea sólo durante cuatro noches, remite de manera viva a uno de los episodios irrepetibles y fundacionales de la cultura malagueña en el siglo XX. Pocos días antes tuve la oportunidad de rememorarlo con Juan Hurtado, el director del nuevo Prometheus, sentados los dos en la grada vieja y ante la escena en la que él mismo montó una Antígona en los 70. Desde finales de los 50, poco después del hallazgo del yacimiento, hasta finales de los 80, el Teatro Romano fue la sede de un experimento que llegó a convertirse en referente en Europa, con funciones noctámbulas para solaz de los cálidos veranos y al amparo de los clásicos. Bajo la dirección de Miguel Romero Esteo, los festivales grecolatinos citaron en la Málaga más despistada a cuenta de la Transición a los creadores escénicos más relevantes del panorama internacional, incluido Bob Wilson. Pero fue el Teatro ARA, que tenía su sede cerca de la Malagueta, el que en los orígenes sentó las bases de todo lo que vino después con mucho trabajo, pocos medios y enormes dosis de altruismo. Ahora, una placa vuelve a recordar en las inmediaciones del teatro que quien levantó todo aquello de la nada fue Ángeles Rubio-Argüelles, la viuda de Edgar Neville, la fundadora del Teatro ARA, la que se enfrentó a las autoridades franquistas más interesadas en volver a enterrar el yacimiento una vez terminada la construcción de la Casa de la Cultura, la que también abrió otro teatro al aire libre en Torremolinos (el Montemar, en 1958) del que nadie se acuerda. La única mecenas, por derecho, con la que ha contado la cultura en Málaga en el último siglo.
El asunto del mecenazgo, por cierto, ha vuelto a revelar la escasa altura política de nuestros mandamases. Después de dos años, el Gobierno se ha metido en un callejón sin salida con una ley de la que ha hablado mucho pero que no sabe cómo sacar adelante. La Junta de Andalucía tampoco parece tenerlo muy claro; al final, parece que la posibilidad de que los consumidores de productos culturales obtengan beneficios fiscales no es tan sencilla ni tan provechosa como parecía. Ha resultado mucho más fácil que a los usuarios de bingos y casinos les desgrave la adquisición de fichas y cartones. Pero en la búsqueda de tanta fórmula, y en la a menudo ridícula campaña dirigida a ricachones para que inviertan en cultura, igualito que si lo hicieran en ladrillos, parece que se olvida lo esencial: que dejarse los cuartos en la materia, por más que legítimamente se persigan los beneficios merecidos, es una cuestión de gusto. Y que esos beneficios pueden ser muchos, pero en la cultura, como en su hermana mayor la agricultura, la recolección de la cosecha requiere sus plazos y temporadas, y éstas pueden exigir una paciencia a prueba de ammonites. Al final, los únicos recursos disponibles siguen siendo los que proveen las administraciones públicas, con sus criterios caprichosos, revanchistas y oportunistas; y eso, cuando los tienen. Rubio-Argüelles hizo del teatro y la cultura una cuestión personal, y sabía muy bien en qué terreno se jugaba su patrimonio. Pero es que no hay otra manera. Si el mecenazgo cultural no se manifiesta así, tendremos que seguir esperando a que el Ayuntamiento compre un cine para evitar que lo cierren; o a que aguarde a que lo cierren para poner un mercado gourmet.
Y sí, sentado en el Teatro Romano uno se acordaba de Rubio-Argüelles, de Romero Esteo, de Bob Wilson, de Pepe Sancho y de toda la marimorena. Y lo hacía no sin aflicción, pensando que en la Málaga del Teatro ARA no sucedió más que lo que ocurrió en otras ciudades que hoy presumen de un patrimonio cultural vivo, reconocido y compartido; y que, sin embargo, todo aquello se vino abajo, sencillamente porque nadie decidió darse por aludido, porque nadie consideró que aquello merecía la pena. Al final, aquella actividad teatral terminó absorbida por el Teatro Cervantes, que a comienzos de los 90 representaba otro logro perseguido durante décadas pero que terminó funcionando, al cabo, como cualquier teatro de cualquier ciudad, sujeto a presupuestos municipales y con una capacidad de acción limitada. Y mientras tanto, la prioridad pasó a ser otra: que no hubiera en Málaga una sola Virgen sin corona. Y todo el que pudo aportar una peseta la aportó a la causa. El resultado salta a la vista. Claro, cada uno se gasta su dinero en lo que quiere. Pero lo peor es cuando los mecenas de los becerros de oro salen con sus fundaciones, sus cátedras universitarias y sus galas benéficas a lamentarse del atraso cultural de Málaga. Nietzsche ya lo dijo bien claro: no tenemos, ni más ni menos, que lo que nos merecemos.
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