Ya quedaremos cuando acabe todo esto y verás". El soniquete se apodera de cada conversación, como si las radiofórmulas programaran en bucle el adelanto del himno oficial de la pospandemia. Son tantos los planes, charlas y encuentros metidos entre paréntesis que la renovada normalidad (esto es nuevo, pero de normal no tiene un pelo) comenzará con una socialización volcánica. El efecto gaseosa vendrá liderado por las pulsiones más viscerales; liberado el tapón de las represiones, me temo que no solo volverán a llenarse calles, restaurantes y discotecas; también las comisarías y los hospitales.

Nos merecemos diversión y buenos ratos, sin duda, y por descontado que vendrán. Pero también otras que no lo harán. Nos merecemos una sala de cine donde se proyecten vídeos y fotografías de los familiares que perdimos en la era Covid. Que no se limite a un ejercicio doméstico y exclusivo, que cualquiera pueda tener la curiosidad de acceder a otras historias ajenas. Y así entiendan que la muerte iguala las pérdidas, da igual la fama, la profesión o la raza de quien se fue. Y en un cine, sí, que el movimiento da la sensación de vida que no tiene una foto en una pared, y la historia de cada uno de nosotros da para una película.

Nos merecemos que cada ciudad habilite un abrazódromo. Un lugar en el que recuperar todos los abrazos que se quedaron pendientes durante tantos meses. Y también los pudieran recibir aquellos que no tienen por quien ser envueltos en esa mágica comunión de los brazos que se aferran a las espaldas, que aprietan como el que agarra la plenitud de la vida.

Escribo este artículo subido a un tren, y en él pienso que nos merecemos también que el estado sufrague a cada uno de nuestros mayores un viaje. Ese viaje que siempre quisieron hacer y que durante el confinamiento temieron que ya sería imposible realizar. Que se quiten el susto de una despedida anticipada de la vida, que quede como un testamento escrito desde el corazón, no en una notaría ni en la cama de un hospital.

Nos merecemos letreros luminosos repartidos por las calles en los que ver, sin mascarilla, los rostros de los sanitarios que tiraron de un país incapaz de reconducir por parte de los políticos. Que proyecten también las caras de los que nos dejaron, y así pensemos en que sus huellas siguen en las calles que pisamos, y no en la frialdad de los cementerios que los acogen. Y que no olviden las fotos de nuestras mascotas, que con su compañía y calor nos han dado el cariño y el tiempo arrebatados fuera de casa. Que haya dispensadores de galletitas gratuitos para ellos en cada calle.

Podría enumerar tanto que nos merecemos… pero me faltan renglones y voluntad de los que mandan para que pudieran hacerse realidad. Al menos, cuando pase todo esto espero que todos nos demos cuenta de lo que nos merecemos. Porque sí, leche, nos lo merecemos.

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