Si puede diagnosticarse la mala calidad de cualquier disciplina por su capacidad de hacer difícil lo que es fácil, semejante ley adquiere en la política matices definitivos. Es muy cierto que la pandemia ha puesto a prueba la capacidad de reacción de las administraciones como ningún otro acontecimiento, seguramente, desde la Transición; y que la celeridad obligada es el caldo de cultivo para las decisiones desacertadas y los caminos desandados. Pero también lo es que, seguramente por el modo en que la lógica electoralista ha invadido todos y cada uno de los procesos no ya políticos, sino meramente sociales, la tendencia que conduce a la desconfianza de lo que parecía claro y evidente resulta inevitable, un peaje inevitable en estos tiempos en que, con permiso de William Shakespeare, los cuñados guían a los ciegos. A finales del año pasado celebrábamos la llegada de la vacuna como uno de los fenómenos más importantes de la historia de la ciencia del último siglo y como un hálito, al fin, de esperanza, un motivo de inspiración en una época funesta. No tardaron en circular los chistes sobre Astrazeneca, eso sí: se trataba de la vacuna más barata, la de saldo, la que iban a administrar a tal o cual colectivo por pobretón o por díscolo. Bastaron algunos casos de trombos y su relación contrastada con las dosis respectivas para que el chiste se convirtiera en broma macabra y surgiera la desconfianza de la mano de su aliada predilecta, la alarma social. Bajo esta premisa, el desfile de decisiones anuladas, de portavoces ávidos a la hora de desdecirse y de incógnitas en lo relativo a una cuestión tan delicada ha sido, cuanto menos, vergonzoso. No nos han faltado consejeras murcianas en pleno rechazo de la vacuna, consejeros madrileños en negociación particular para hacerse con la Sputnik ni consejeros castellanoleoneses capaces de saltarse a la torera los informes de los Colegios de Médicos. Ni presidentes autonómicos dando su parecer respecto a un asunto en el que sigue faltando una posición unánime, clara, distinta y sobre todo común. Insisto, es difícil tomar las decisiones correctas bajo tanta presión: pero ha faltado determinación y voluntad a la hora de informar, de dejar claro que los efectos secundarios son mucho menos graves que en otros fármacos consumidos habitualmente y sin alarmas. Si había ocasión de cambiar escándalo por votos, a por ella. Sin dudas.

Veía las imágenes de las colas de malagueños dispuestos a recibir su vacuna de Astrazeneca mientras las decisiones respecto a los colectivos beneficiarios cambiaban a cada minuto y pensaba que, por más que los antivacunas, los cuñados y otros pelmas presuman de hacer más ruido a base de redes sociales y trazo grueso, la sociedad civil es la que sigue dando una lección muy a tener en cuenta a la hora de hacer lo que hay que hacer, ni más ni menos, ateniéndose a lo que es debido, acudiendo a las citas convenidas y poniéndose a disposición de los médicos y las mismas administraciones. Daba la impresión de que la ciudadanía, ante el vocerío político (el vocerío siempre es signo demostrativo de que nadie tiene ni puñetera idea de lo que hay que hacer), se encogía de hombros y se limitaba a esperar las instrucciones. Si reparamos en quiénes son los listos que han colado en el orden previsto de la vacunación a sí mismos y a sus colegas, encontraremos un método fiable para definir qué entendemos por sociedad civil. La esperanza está fuera de los focos. Así que medallas, por favor, las justas.

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