Entre bambalinas

Ceguera

Interior de la capilla del Císter.

Interior de la capilla del Císter. / J. L. P.

La Alameda Principal. El patio de juegos. La avenida de los tronos. El plató de televisión. El sitio para el cruce cuando no hay otra vía de escape. La cubierta natural. De muchas maneras ha sido llamada esta parte de nuestra ciudad, otros años elemento indispensable del recorrido oficial. Destacada en los pregones, lugar de pillería para sentarse a ver las procesiones gratis, incluso con las sillas de la playa cuando se acercaba hacia el puente de Tetuán. Un espacio inmenso con sus luces de puestos de patatas asadas y las sombras de sus árboles.

En medio de la noche del duelo, a la altura de Stella Maris, el trono se detiene. Una ligera brisa que llega del puerto agita el sudario colgado de la cruz. Delante de esa especie de bandera que crean los ficus y la tela, enarbolada por el mástil de los cristianos, María. Incapaz de entender por qué, al acariciar a su hijo, siente la misma sensación que cuando descansa sus pies sobre el frío suelo de mármol. Por qué ha tenido que ver cómo dejaba de respirar e inclinaba la cabeza.

Jesús ha muerto. En su condición de hombre, la vida ha acabado en este Viernes Santo. Y la Virgen de la Piedad muestra al pueblo, en su ensimismamiento, sin pretenderlo, el cuerpo de su Hijo. Salió hace horas de su morada en el Molinillo y, entre los estrechos varales de la cola del trono me asalta la duda: ¿Cómo se verá la imagen de frente en esta Alameda Principal? Han sido tres años -el cuerpo no aguantaría uno más- acompañando a la Dolorosa de Palma Burgos y no he conseguido ver su rostro en toda la procesión. Siguiendo la figura de un manto que mezcla líneas curvas y rectas hasta alcanzar el pie. ¿Cómo es su rostro? Llevo años pasando ante su capilla y soy incapaz de definir qué imagen tiene.

En ese silencioso diálogo que trataba de llevar escucho en las sillas una palabra que me saca de mi lugar abstracto: “tranquilo, que yo te cuento cómo es la Virgen de la Piedad”. Miro por encima de las cabezas buscando probablemente a una abuela hablándole a un nieto, pero no: es una señora mayor, en primera fila, hablando a un joven con gafas de sol en plena noche. Empieza a describirle la escena pero obviando las frías historias del arte contemporáneo. Le explica que es una madre acunando a su niño, mirando su cara, acariciando su pelo. Sintiendo el olor de su cuerpo desmadejado. Inclinada en la tierra porque la Virgen era una mujer en aquel mundo de hace más de 2000 años.

Absorto por la conversación, captada a retazos y reconstruida por mis conocimientos, el mayordomo da los toques de campana y me tienen que empujar para ver que debo volver a meter el hombro, que no llevo el anonimato del capirote. Comenzamos a caminar y los sones fúnebres se mezclan de nuevo con el -por desgracia- alboroto malagueño. Nunca vi tan claro como entonces que la fe no necesitaba imágenes para hacerse presente.

Y cuando seguimos nuestro sendero hacia la calle Larios, en un intento por recordar las caras de ambas personas o el lugar que ocupaban para ver si el Domingo de Resurrección seguían en su sitio, vuelvo a perderme por esta cabeza que gira a mil revoluciones y San Agustín se queda fijado por un rato con una frase: “Tarde te amé, oh hermosura tan antigua y tan nueva”. Llevaba años hablando a jóvenes en la pastoral que la fe trascendía a las imágenes y yo, entre el protocolario traje de chaqueta y los actos cuaresmales, en la afición por la Semana Santa, no había sido capaz de ver que Dios estaba más cerca de lo que pensaba. Siempre ponía excusas porque había algún acto de la cofradía y había que cumplir.

Por esa razón hoy habrá quienes se pongan delante del Cristo de la Redención y miren también al Sagrario dispuesto a sus pies. O quienes pasen por el Santuario de la Victoria y entiendan qué significan el alfa y la omega que custodian al Cristo del Amor. Quienes sonrían al entrar en la abadía del Císter y, a pesar de ver al Sepulcro en su capilla fúnebre, entiendan qué vendrá después. Incluso algunos se atreverán a subir al Monte Calvario siguiendo el vía crucis que comienza en San Lázaro para otear la Malagueta o la Trinidad. Habrá quienes echen en falta encontrarse con la procesión más alejada del fenómeno barroco que culmina con la presencia en la oscuridad de la Virgen de los Dolores de Servitas.

La fe es más sabia que el hombre. Sabe encontrar el momento perfecto para poner en su sitio nuestras contradicciones, para remover nuestro interior y dar lugar a otra rama. No todo tiene lugar en esta fría luna de abril, habrán de llegar nuevos días y nuevos tiempos.

Pues… ¿dónde está, oh muerte, tu victoria?

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