
La Rayuela
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La tribuna
UNO de los principios más reconocidos y que en mayor medida se relaciona con la democracia es el denominado principio mayoritario o principio de la mayoría. Ya Pericles lo expresó, según recoge Tucídides, en su célebre Oración Fúnebre: "Tenemos un régimen político que no se propone como modelo las leyes de los vecinos, sino que más bien es él modelo para otros. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es Democracia". La cultura política medieval también lo conoció, aunque su aplicación fuese restrictiva, porque tanto las decisiones colegiadas eclesiásticas como seculares estuvieron dominadas en un primer momento por los requisitos de la unanimidad y de la calidad de voto inherentes a la organización corporativa y estamental de la sociedad. En este sentido, las luchas por el control político en el seno de las repúblicas urbanas y la disputa por la constitución de la Iglesia durante el conflicto conciliarista asistieron al desarrollo de una teoría de la representación en que la dualidad entre las ideas de mayoría absoluta y mayoría cualificada se vieron enfrentadas a la imposición de los poderes autoritarios. Se elaboró entonces una filosofía y una teoría jurídica que no desapareció con la imposición del absolutismo a partir del siglo XVI. No es hasta las dos revoluciones del siglo XVIII, cuando las teorías de la representación no se despliegan en su plenitud hasta la consideración moderna de la democracia. Sería a partir de entonces y con la paulatina y costosa introducción del sufragio universal que se propusieron diferentes modelos democráticos. En cada uno de estos modelos el principio mayoritario tenía un alcance distinto y en algunos podría incluso convertirse en un medio para establecer y legitimar una dictadura, como nos ha enseñado la historia.
Optando nuestra Constitución por una monarquía parlamentaria con todas las características que configuran las democracias parlamentarias modernas, el principio mayoritario se encuentra presente en todo el texto ajustado al respeto de las minorías, que tienen que mantener la posibilidad de llegar a ser mayoría. Respeto que se reconoce de diversas formas como la de la exigencia de mayorías reforzadas para adoptar las medidas más importantes o aprobar las reglas del juego político.
Como no podía ser de otra forma, concretamente en el artículo 99 del texto constitucional, el principio mayoritario define el procedimiento ordinario de nombramiento del presidente de Gobierno a través de la confianza parlamentaria. El contenido de este artículo, aunque probablemente no sea lectura habitual de muchos de nosotros, nos es a estas alturas de sobra conocido. Consiste básicamente en que el candidato propuesto por el Rey se somete a la confianza del Congreso, debiendo obtener en una primera votación la mayoría absoluta de los votos emitidos y, en el caso de no obtenerla, en una segunda, celebrada cuarenta y ocho horas después, mayoría simple. Una vez conseguida ésta, el Rey le nombrará presidente. En el caso de no obtenerse, se prevé que se tramiten sucesivas propuestas de la misma forma hasta que algún candidato obtenga la confianza. Como ya bien conocemos, si ésta no se obtuviese en el plazo de dos meses desde la primera votación, el artículo contiene una cláusula final que, procurando impedir las crisis gubernamentales prolongadas, establece la disolución automática de las Cámaras. Desde la entrada en vigor de la Constitución y hasta las investiduras de las que hemos sido testigos los últimos meses, no había sido necesario el uso de este último apartado. Se demuestra, por consiguiente, que, cuanto menos, nuestros constituyentes fueron previsores. Ahora bien, las leyes no pueden dar solución a la incapacidad de los hombres para alcanzar acuerdos, y durante estos meses se ha mostrado una de los principales flaquezas del principio mayoritario en la toma de decisiones que no es otra que el bloqueo del órgano en el que estas deben tomarse. Este problema se ha estudiado en abundancia por la doctrina jurídica en el seno de otros órganos colegiados, como son los de las sociedades mercantiles y hay numerosos estudios y sentencias que tratan el bloqueo de estos ante la imposibilidad de que por medio del principio mayoritario se puedan tomar decisiones. En la mayoría de los casos la solución pasa por la implantación preventiva de métodos de resolución de estos conflictos, lo que ya es imposible en el Congreso, o en que las partes alcancen un acuerdo ad hoc. En este momento, sería deseable que nuestros representantes fuesen capaces de ver el bien común del acuerdo, sin embargo, se aferran a conducirnos a una aplicación cíclica del artículo 99.
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