Calle Larios

En los nidos del odio

  • En pleno crecimiento de la desigualdad, la violencia ejercida contra las personas que sufren la exclusión social es una pésima noticia

  • Habitar un hemisferio u otro es una cuestión fútil y azarosa

Hasta que, un día, uno de esos indigentes a los que evitamos nos llama por nuestro nombre.

Hasta que, un día, uno de esos indigentes a los que evitamos nos llama por nuestro nombre. / Jon Nazca / Reuters

HACE ya algunos años (con qué facilidad pierde la memoria aquella vieja destreza para ubicar los acontecimientos, incluso los que dejan imágenes grabadas a perpetuidad) tuve un extraño encuentro con alguien a quien en su día conocí muy bien. Atravesaba aquella mañana la Plaza de la Merced de camino a la redacción y me di cuenta de que al pasar alguien que estaba tumbado en un banco se incorporaba y echaba a andar a mi espalda. Comprendí que se trataba de uno de los indigentes que suelen campar en la misma plaza, así que no le hice más caso. Me encaminé con la intención de esperar el semáforo y seguir luego por la calle Granada y me di cuenta de que el tipo se me arrimaba con el interés puesto, cuanto menos, en llamar mi atención. Y así fue: apenas un par de pasos después escuché que me requería con un “perdona” al que respondí con el “lo siento, tengo prisa” salido de fábrica, sin mirar a mi perseguidor. Pero entonces sucedió algo con lo que yo no contaba. Aquel hombre me llamó por mi nombre: “Pablo”. Recuerdo que un escalofrío recorrió mi espalda: de pronto me vi conectado con aquel mundo ante el que volvía el rostro, como Israel ante el cordero profético, cada vez que me topaba con él en la calle, vencido por el escrúpulo, movido por la desconfianza después de que en mi adolescencia otro par de vampiros como aquél que ahora me reconocía me quitaran el poco dinero que llevaba encima, armados con navajas que daban más risa que miedo. Me di la vuelta y miré a este hombre. Al principio no le reconocí. Pero tras unos segundos en los que él se limitó a mantener una media sonrisa descubrí a mi primo, al que llamaré aquí K. Mi primo era un par de años mayor que yo y durante nuestra infancia tuvimos mucha relación. Entonces, la diferencia de aquel par de años se dejaba notar: él sabía más cosas, iba por delante en muchas cuestiones y me introducía en materias para mí desconocidas. Durante mucho tiempo fue para mí un modelo, y me gustaban las reuniones familiares que caían de domingo en domingo porque así podía reencontrarme con él. Había sido un niño bueno, limpio, honesto. Algo travieso, pero yo, su primo pequeño, confiaba en K a ciegas. Nuestros caminos se distanciaron cuando aún éramos pequeños. Supe después de oídas que tuvo problemas con las drogas. Y ahora volvía a tener a K en mis narices.

En nuestra infancia había sido bastante más alto que yo, pero ahora lo veía achaparrado, canijo y maltrecho. Llevaba el mismo pelo moreno, enmarañado y sucio, pero un afeitado bien apurado. Entre aquella sonrisa pude ver una dentadura negra y parcial. Sí, era K. Al principio no supe qué decir y finalmente rompí el hielo con la pregunta más absurda: “¿Cómo estás?” “Bien, bien”, respondió él. Vestía una camiseta raída y unos pantalones vaqueros. “Te he visto por aquí ya un par de veces, pero no he querido decirte nada porque me daba vergüenza. No quería que me vieras así. Pero me hacía ilusión saludarte y preguntarte cómo estás”. Hablamos unos minutos. Le puse un poco al día respecto a mi historia. K se mostró considerablemente más discreto al darme a conocer la suya. “Voy tirando, llevo en Málaga un tiempo, no sé si voy a durar mucho aquí”, me decía. Tuve la tentación de recomendarle el hogar social de Pozos Dulces, de darle alguna referencia de organizaciones a las que podía acudir, pero me abstuve: aquello habría significado meterme donde no me llamaban, o al menos así lo percibí entonces. Recuerdo sus uñas largas, sus manos tiznadas. Me dio recuerdos para la familia. Yo le di algún dinero y se lo metió en el bolsillo sin decir nada. Temí entonces como un pardillo que me pidiera mi dirección o mi teléfono. No lo hizo. La imagen de aquel hombre se me revelaba grotesca, diezmada, pero de alguna forma seguía reconociendo al primo mayor al que admiré en mi infancia. Antes de despedirnos, me miró con la misma sonrisa quebrada y me dijo: “La próxima vez que nos veamos estaré mucho mejor”. No he visto a K desde entonces. Pero no estoy muy seguro de querer esperar esa próxima vez.

“La próxima vez que nos veamos estaré mucho mejor”, me dijo. No he vuelto a saber de él

Leo ahora que en la misma Plaza de la Merced, hace unos días, cinco menores de edad maltrataron de forma violenta a cuatro mendigos que pasaban allí la noche. Que uno de estos menores incluso empleó su cinturón para atizarles. Que, al parecer, no les conducía más motivo que el odio a la pobreza. Reviso los informes que alertan del crecimiento de la población que vive en Málaga en riesgo de exclusión social, en el umbral de esa misma pobreza que otros, con una nueva generación al parecer dispuesta a tomar el relevo, consideran intolerable. Y compruebo que los mismos informes advierten de una desigualdad más profunda: los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Pienso en mi escrúpulo, en el nudo que se me cruza en el estómago cuando acude un gorrilla espontáneo a ayudarme supuestamente a aparcar o en el hombre que me pide unos céntimos en un castellano primario cuando decido tomarme el café en una terraza. La violencia en manos cada vez más jóvenes es una pésima noticia a medida que la desigualdad se acrecienta. Pienso en K, a quien tanto quise parecerme. Y en los motivos fútiles, peregrinos y azarosos que nos han conducido a hemisferios tan opuestos.

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