Coronavirus en Málaga

Despedir a los muertos, esperar a los vivos

  • Conforme aumenta el número de afectados y fallecidos la crisis adquiere rasgos propios, nombres y apellidos, cada vez más cercanos mientras el círculo se estrecha

  • Entre los pocos que salen a la calle el cansancio y la incertidumbre ganan terreno al optimismo: los argumentos para hacer llevadero el confinamiento se agotan

Mensajes en un escaparate al paso de una mujer con mascarilla.

Mensajes en un escaparate al paso de una mujer con mascarilla. / Javier Albiñana (Málaga)

Nada más declararse la cuarentena cundió entre las redes sociales cierta historia adjudicada, sin excesivo rigor, a la antropóloga estadounidense Margaret Mead, quien al parecer consideraba como primer signo de la civilización no la escritura ni las herramientas, sino el hallazgo del primer hueso humano que había sido sanado en vida de su dueño después de romperse: un fémur. Según Mead (de nuevo, tal y como señalan los nuevos relatos virales), la existencia de este fémur revelaba que, en lugar de haber sido abandonado a su suerte, tal y como sucede en el reino animal, este enfermo fue llevado a un lugar seguro, donde estuvo debidamente acompañado y atendido hasta su completa recuperación. Mediante la divulgación de este relato, muchos quieren rendir su merecido homenaje al personal sanitario que hace frente hoy a la epidemia del coronavirus y dejar claro que lo que nos define como especie, la piedra angular de nuestra civilización, es la atención a los enfermos, sin distinciones de edad ni de género. Sería oportuno, no obstante (muy a pesar de que a Mead, sospecho, este apunte no le habría gustado un pelo), considerar que, en paralelo a esta atención al más débil, la antropología ha consignado en las últimas décadas otra cuestión fundamental a la hora de establecer a partir de qué punto podemos hablar de seres humanos en la Historia. Y a tenor de diversos testimonios bien significativos hallados en yacimientos tan significativas como Atapuerca, ya sabemos que esta cuestión se dio mucho antes de lo que se aceptaba hace sólo veinte años. Esta otra cuestión no es otra que la trascendencia. Y la trascendencia, mucho antes que con el arte, tiene que ver con la gestión de la muerte, con el qué hacer con quienes ya no respiran. Incapaces aún de articular un lenguaje y de emplear herramientas, los primeros representantes de la categoría homo mostraron hace cientos de miles de años especial cuidado en preservar los cuerpos de los muertos de las bestias y de la intemperie: los ocultaban en lo más profundo de las simas, a salvo de la inclemencia, guiados por un providencial respeto que también constituía una novedad abultada respecto al reino animal. Más tarde, ya se sabe, esta intuición experimentó una modificación colosal, adornada con el soñado freno a la corrupción, momificaciones, relatos de otras vidas, símbolos y religiones. Todas estas expresiones evolucionaron desde este otro signo original de la civilización: la querencia a acompañar a los muertos para despedirlos de una forma genuina, inconfundiblemente humana.

Un viajero se cubre el rostro con un pañuelo en un autobús de línea. Un viajero se cubre el rostro con un pañuelo en un autobús de línea.

Un viajero se cubre el rostro con un pañuelo en un autobús de línea. / Javier Albiñana (Málaga)

Pienso en todo esto este miércoles, cuando un amigo nos cuenta que su padre falleció hace unos días en el hospital por una neumonía complicada por el coronavirus. No tuvo tiempo para despedirse. La última vez que mi amigo habló con su padre fue en una conversación telefónica dramática, que no acabó precisamente bien. La siguiente llamada fue del personal sanitario para informar a su familia de que el enfermo había muerto. Les contaron que se iba a proceder a su incineración y que la urna quedaría a buen recaudo hasta que terminara la cuarentena y que entonces podrían pasar a recogerla. Nada más. Eso es todo. A partir de entonces, todo lo relativo a esta crisis adquiere un sentido distinto. Las noticias adquieren de pronto nombres y apellidos, rasgos concretos, los de un hombre que ha muerto solo y una familia desconsolada. En el cómputo que quedará cuando pase todo el ruido de la política, de las especulaciones, de las armas arrojadizas, de los errores de cálculo y el rédito particular, más allá de las cifras de fallecidos e infectados, de lo que pudo haberse hecho y de todo el tiempo y el dinero que acabó tirado por la borda, debería reconocerse, también, este dolor. La violación de la más profunda naturaleza humana que aspira, como derecho insobornable, a despedirse de sus seres queridos. Mientras el cerco se estrecha y afloran cada vez más casos de infectados con cierta gravedad y de ingresados en el contexto inmediato, ahí donde nos conocemos todos, entre familiares, vecinos, compañeros y amigos, late una legitimidad en la aspiración de que este dolor quede compensado. Porque, para bien o para mal, seguimos siendo seres humanos. No mera mercancía que se pueda despachar como cualquier otra cuando le llegue su hora. Si la epidemia plantea sus exigencias, la despedida también reclama las suyas. Y es una responsabilidad pública que pueda verse satisfecha. Aunque sea, irremediablemente, demasiado tarde.

Late una legitimidad en la aspiración de que este dolor por no poder despedir a los seres queridos quede compensado

Por lo demás, en este prolongado miércoles de ceniza que amplía poderosamente los efectos de la cuaresma la vida sigue igual en esta Málaga confinada e invisible, con el centro vacío, las colas en los supermercados, poco tráfico y autobuses de tránsito fantasmagórico. Tras las lluvias del martes, parece que en los barrios son más los vecinos que han aprovechado la dudosa estabilidad, muy a pesar del cielo nublado, para hacer las compras imprescindibles o sacar a sus perros. Hay dispensadores de gel desinfectante también en panaderías y carnicerías y una impresión general de desánimo, de pérdida de optimismo. Los datos del último balance de afectados no invitan precisamente a lo contrario. Desde distintos barrios, La Paz, la Avenida de Andalucía, El Palo o La Victoria señalan que los vecinos siguen saliendo a aplaudir a las 20:00, pero cada vez lo hacen menos y durante menos tiempo. El cansancio impone su particular lógica, afirmada cuando nadie parece saber a ciencia cierta cuándo y cómo podremos la adversidad por derrotada. En la cola de una panadería en Fuente Olletas, los clientes mantienen una conversación ausente mientras conservan la obligada distancia de seguridad. Una joven cubierta tras su mascarilla lamenta que, después de que le hayan cobrado la cuota de autónomo después de un mes sin ingresos, abril se le presenta en crudo y sin perspectivas de mejora, así que tendrá que pedir dinero prestado a su familia para pagar el alquiler. Tras escucharla, un hombre vestido con chándal y que ni siquiera se ha cambiado las zapatillas de casa cuenta que su empresa ha declarado un ERTE que lo deja "sin saber qué va pasar, estamos con una mano delante y otra detrás". Una señora que ha llegado a la panadería desde el supermercado expresa una queja bien distinta pero no menos merecedora de consuelo: hace demasiado que no ve a su hijo, que vive solo en una situación cuanto menos inestable, de la que no da más pistas ("Mi hijo no está muy bien") y no tiene manera de quedarse tranquila. Las llamadas telefónicas no le sirven de mucho. Y ya no se le ocurre qué inventarse para distraer los malos pensamientos. Todo transcurre en pocos minutos, en una misma acera. La crisis también pasa por esperar a los vivos.

Poco después de las 14:00 las nubes negras cubren por completo el cielo y la lluvia regresa, copiosa, para volver a regar las calles. Los pocos que van de acá para allá se apresuran para buscar cobijo, pero no es fácil cuando el instinto te lleva a mantener una separación de al menos dos metros con el prójimo. Ahora sí, Málaga es una ciudad solitaria y triste, necesitada de un abrazo. O de que alguien nos recuerde, de nuevo, las veces que haga falta, que todo este sacrificio tiene sentido. En Carranque, mientras tanto, el movimiento en torno a la Ciudad Deportiva sigue siendo visible y en ocasiones frenético. Un hospital de campaña se dispone a acoger a los futuros enfermos, hay policía y personal sanitario que va y viene desde el Hospital Regional sin parar, llueva o haga sol. Cualquiera diría, en este barrio tan castigado por el olvido y la desidia, con sus hermosas casamatas y los naranjos que adornas sus aceras, donde viven familias humildes con pocos recursos para hacer frente a la epidemia y menos aún para sobreponerse al flagelo económico, que han declarado una guerra. O, quizá, que están haciendo todo lo posible por evitarla.          

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