Calle Larios

Canción triste del centro de Málaga

  • Se acabó el verano, se fueron los pocos turistas que vinieron y el corazón de la ciudad regresa al extraño limbo aletargado de la desescalada

  • Hay excepciones, tal vez, en otra parte. Si es que son tales

Una terraza en el centro de Málaga en una noche de septiembre. Quién lo diría.

Una terraza en el centro de Málaga en una noche de septiembre. Quién lo diría. / Álvaro Cabrera (Málaga)

Es jueves por la noche y una brisa fresca se deja notar en la calle. Septiembre es una realidad hecha a base de clima, con coronavirus o sin él. En las casas, las sábanas guiadas hasta el cuello prometen el otoño que está al caer; aquí se deja ver ya alguna manga hasta la muñeca, prendas traídas por si acaso, la tendencia a la proximidad, ahora que el calor no es tanto, que en plena epidemia se vuelve peligrosa y hostil aunque hablemos de viejos conocidos. Hasta el año pasado, la brisa no significaba demasiado más allá del fin de las vacaciones de muchos, la vuelta al colegio y los planes que requiere cada nueva temporada, en la maquinaria imparable de cada día ahora con energías recobradas. Pero en este 2020 el final de verano tiene otras consecuencias bien visibles en el mismo corazón de la ciudad, a flor de piel y desde las entrañas. En este jueves por la noche, de paso por la Plaza del Carbón, a través de Calderería y hasta Uncibay, el centro de Málaga es una ciudad triste. Hasta el pasado mes de marzo estas arterias eran un verano constante, pasto de cruceristas, reino del turismo inmediato y consumidor, opción preferente de quienes disfrutan lo mismo de los museos que de una despedida de soltero sin mucho decoro. Ahora, en este trance de jueves que parece más soñado que real, resulta que el otoño es otoño, incluso antes de tiempo. La dispersa presencia de comensales en las terrazas, la ausencia de músicos callejeros, la resignación de los pocos biznagueros que caminan cabizbajos a esta hora con la mercancía intacta, todo parece encajar mejor en la postrimería alucinada de una fiesta que terminó hace ya rato. El verano entrañó un cierto alivio, con pocos turistas, pero turistas al cabo, en bares, apartamentos turísticos y terrazas; lo que queda, llamémoslo otoño entonces, sin turistas apenas, se parece demasiado a aquella desescalada en la que todo era tímido, incipiente, apenas probado en la punta de la lengua, temeroso del poder de Dios. Fuera de la zona caliente de la hostelería, en la calle Cister, en Carretería, en la calle Nueva, el centro es conforme avanza el reloj un paisaje repleto de fantasmas, trasunto urbano de la enlutada odisea de Pedro Páramo. Poco después, un tipo cruza la Cortina del Muelle en bicicleta, con la mascarilla puesta en la barbilla, pitillo en los labios, mocasines sucios en los pedales y camiseta del Madrid. Lleva dos bolsas de plástico asidas a sus respectivas muñecas y, sin soltar el manillar ni apearse, se acerca y pide un euro para un refresco. Se marcha después en el más absoluto silencio. No hay nada que hacer aquí. Hay que ir a otra parte.

Un paseante frente al Museo Picasso Málaga. Un paseante frente al Museo Picasso Málaga.

Un paseante frente al Museo Picasso Málaga. / Álvaro Cabrera

Lo mejor es coger el coche y acometer cierta exploración fugaz pero elocuente. En el paseo marítimo de la Misericordia, por ejemplo, hay buen ambiente en las terrazas, los restaurantes, los chiringuitos y, sobre todo, las heladerías. Tampoco la afluencia se corresponde con la de otros veranos, pero el entorno resulta mucho más acogedor. Algunos niños, presuntamente hermanos, corretean a gusto mientras sus padres apuran tapas y cervezas en la mesa. Paseadores de perros, jubilados ociosos, parejitas de enamorados y otras criaturas han bajado a esta hora a aprovechar el fresquito y llevárselo a sus casas: son vecinos, no clientes. No consumen. Están. Es suficiente. En el Compás de la Victoria hay también buena entrada, lo mismo para los cartuchos de pescado frito en Lacomba que para una caña en la ostería Er Compá, que siempre apetece. Lo mismo cabe decir de Casa Mira, de la cantina cubana y del resto de establecimientos: la separación entre las mesas inspira una impresión de ocupación mayor que la real, pero sí, hay suficientes comensales como para descartar cualquier sensación de vacío o desolación. Vamos a El Palo: en la calle Almería hay ambiente mucho más allá de El Pimpi Florida. Salen al paso bares abiertos, mesas ocupadas, familias y amigos en torno a raciones de papas bravas y pinchitos de langostinos. Sin excesivo ruido salvo algún televisor demasiado grande, sin aglomeraciones indeseables, con un general respeto a las medidas de seguridad, aunque no falta el cuñado que antes de tomar posición ya lleva la mascarilla en el codo. Siempre se corre el riesgo de que la hostelería de barrio asuma una deriva que no le corresponde, como sucede en El Romeral, donde la incomodidad de los vecinos es un problema no menos serio que en el centro, y con más frecuencia de la deseable en el entorno de la Ciudad de la Justicia, en Teatinos. En cualquier caso, no hay que ser un lince para advertir que los malagueños, que son los que quedan a bordo, prefieren tomarse la caña abajo, en el barrio, en su calle. Y sólo hay que comparar las cartas de precios para comprender que la distancia no es la única razón que explica esta tendencia. Ahora se trata, parece, de que todos estos nativos se animen a coger el autobús o el metro y hagan exactamente lo mismo en el centro, donde todo sale más caro y donde, de momento, el ambiente es bastante menos acogedor. O eso quiere el Ayuntamiento. Para eso, de hecho, ha decidido dejarse 900.000 euros en incentivos. Habrá que ver el resultado, aunque de momento lo de que la montaña vaya a Mahoma parece difícil. El fresquito de septiembre, eso sí, juega a favor: es igual de delicioso en todos sitios. 

A todo esto le pega un blues de Lito, pero jondo, a lo Muddy Waters

El análisis que explica este mapa es bien sencillo. Si decides convertir un entorno urbano cualquiera en un centro comercial abierto, hay que tener en cuenta que un centro comercial vacío es siempre menos acogedor que un área residencial. No en vano la postmodernidad inventó el término no lugar para referirse a los ámbitos en los que, como los centros comerciales, la experiencia humana brilla por su ausencia frente al frío atrezzo de las transacciones comerciales. Pero resulta que al turismo, o a cierto turismo, el más proclive al consumo y menos inclinado al gusto, se le dan bien los no lugares, siempre que haya algún monumento para hacerse fotos: al turista que viaja a cualquier parte para la más pura evasión le gusta reconocerlo todo con facilidad, no tener que romperse demasiado la cabeza con particularidades culturales y encontrar exactamente el modelo de ocio que busca a cada paso. Por eso las ciudades turísticas, especialmente las bendecidas por el sol y la playa, se siguen pareciendo unas a otras. Y por eso Málaga asumió la titánica tarea de convertir su centro en un no lugar: cuando comenzaron a peatonalizar las calles muchos malagueños pensamos, incautos, que ese regalo era para nosotros, pero pronto hubo que rendirse a la evidencia de que los destinatarios eran otros: los que llegaban al centro al centro por primera y seguramente última vez. Luego vinieron la destrucción del patrimonio, la culpabilidad asignada a los vecinos del centro por vivir en un sitio que no les corresponde y empeñarse en representar un obstáculo al impulso regenerador, la patata caliente relativa a los museos y el público local y otros pasos dados en el camino correcto. Pero nadie contaba con el coronavirus, como nadie contaba con una invasión extraterrestre. Así que el centro se parece esta noche de jueves a un centro comercial vacío, con sus mesas plegadas y su melancolía desconsolada. A todo esto le pega un buen blues de Lito, pero jondo, a lo Muddy Waters. Da mucha pena. Pero no es una pena gratuita. Tampoco la ruina de la hostelería del centro ha ocurrido porque sí, ni todo se debe a la mala suerte.

Un aperitivo con escasos comensales, en el centro de Málaga. Un aperitivo con escasos comensales, en el centro de Málaga.

Un aperitivo con escasos comensales, en el centro de Málaga. / Álvaro Cabrera (Málaga)

Porque, bueno, es evidente que mientras los apartamentos turísticos se llenan a mansalva, las terrazas permanecen repletas hasta bien entrada la madrugada, los precios suben, los nuevos hoteles se multiplican en el horizonte y el área portuaria reservada a los cruceros se queda pequeña, a nadie se le va a ocurrir plantear una alternativa. Si resulta que esta misma prosperidad contribuye a encarecer los precios del alquiler de viviendas hasta un 48% en cinco años, en una tendencia expansiva que abarca ya bastante más del centro y para la mayor ruina de otra mucha gente, siempre habrá explicaciones razonadas y comprensivas del fenómeno que dejen a todos contentos. Durante algún tiempo cundió de hecho el argumento de que en Málaga todos viven del turismo, pero no, esto no es cierto: lo que sí es cierto es que una parte importante del sector, especialmente en su vertiente inmobiliaria, se ha enriquecido a costa de la pérdida de poder adquisitivo de muchos que no tienen nada que ver con el negocio. En fin, volvemos a lo de siempre: esto no es para nada una espiral sin escapatoria. Hay en no pocas ciudades del mundo modelos imitables basados en la convivencia de turistas y vecinos en los centros urbanos (modelos que pasan, por ejemplo, por la disposición tanto de áreas comerciales como de zonas verdes y de expansión en las que simplemente pasar un rato: en Málaga, la confluencia del Muelle Uno y del Palmeral de las Sorpresas pudo significar en su momento algo parecido, aunque los resultados, en términos de bienestar, se encuentren aún lejos de lo prometido; de todas formas, ya sabemos en qué quedara todo cuando se dé la luz verde definitiva a la pretendida reurbanización del Muelle Heredia). Ahora que ha quedado claro que los ciudadanos importan y que los vecinos de los barrios también cuentan, hasta el punto de echar mano de ellos para sustituir a los turistas, es posible pensar un centro de Málaga donde todos tengan su sitio. Y este reto puede ser tan apasionante como el que se asumió cuando se quiso hacer de Málaga un líder internacional del turismo. Mientras, nos quedará el fresco de septiembre. Si lo permite el cambio climático.  

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