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Ya conté por aquí, creo, que hace un par de semanas pasé unos días en Tarragona, ciudad que no conocía y me gustó mucho. El centro histórico es un libro abierto: uno tiene la impresión de pasar de la romana Tarraco a un trazado urbano medieval de una calle a otra. Me sorprendió la visible restauración reciente de edificios de viviendas, así como la actividad comercial, con un protagonismo local absoluto. Vi en algunos portales candados que delataban la localización de viviendas turísticas, pero apenas encontré edificios de apartamentos turísticos. Tampoco vi apenas locales cerrados. Y no di con un solo local rehabilitado como vivienda. Un vecino nos contó que hace unos años la situación del centro era muy diferente, que estaba todo mucho más sucio y que el abandono era más visible, pero al parecer las administraciones se pusieron a ello con resultados positivos. Tarragona es una ciudad pequeña, con menos población que Marbella y con muchísimo turismo en sus calles. No puedo hablar mucho del resto de la ciudad, pero en el centro, al menos a primera vista, los deberes parecían estar bien hechos. Por su historia, su población y su evolución reciente resultaría inútil e improcedente comparar Málaga con Tarragona, pero quizá sí podemos sacar algunas ideas aprovechables.
Quizá lo que más nos gustó del centro histórico de Tarragona fueron sus plazas, muchas y muy bien conservadas. Algunas se extendían sobre emplazamientos estratégicos de la época romana, como el Circo o el Foro, y en todas ellas se habían integrado los yacimientos de manera visible en el paisaje urbano (exactamente lo contrario de lo que se pretende hacer en nuestra Plaza de la Merced). De esta forma, las plazas se distribuían entre las áreas reservadas a las terrazas de la hostelería, los yacimientos preservados para el público y espacios abiertos, a veces localizados bajo frondosas arboledas. Mientras cenábamos Manuela y yo en Casa Balcells, frente a la bellísima Catedral, al lado de unas columnas romanas y sentados sobre un pavimento que parecía no menos milenario, conversábamos sobre el modo en que la preservación del patrimonio histórico no debería inducir nunca a la musealización de los espacios públicos, sino, precisamente, al refuerzo de su identidad cívica. Es decir, a su uso y disfrute responsable por parte de la población local. En realidad, es una idea que podemos aplicar a cualquier ámbito: no hay mejor garantía de preservación para cualquier elemento del patrimonio histórico que su uso y aprovechamiento escénico y cultural, por ejemplo. En cuanto al patrimonio natural, los recientes y trágicos incendios nos han recordado que el abandono del medio ambiente significa demasiadas veces el principio de su destrucción. Y respecto al patrimonio urbano, ese que queda definido por los espacios públicos, su estado salud depende de lo que la ciudadanía decida hacer con él. Su abandono es también el principio del fin.
En Málaga hemos tenido una feroz pedagogía desde las administraciones públicas que se ha adjudicado al menos tres hitos. Primero, divulgaron entre la sociedad malagueña con proverbial éxito la nefasta idea de que el patrimonio histórico y cultural de Málaga no podía compararse con el de Sevilla y Granada y que, por tanto, no valía tanto la pena, así que no pasaba nada si levantábamos delante edificios terribles para taparlo, como el caso del NeoAlbéniz frente a la Alcazaba. Después, casi se dio por hecho que Málaga ni siquiera tenía un patrimonio medioambiental que proteger, así que no se perdía nada si plantábamos un rascacielosen mitad de su bahía, su emblema paisajístico más reconocible. Por último, a nadie se le ha ocurrido aquí hablar del espacio público como un patrimonio cívico, así que lo que hay que hacer es llenarlo de terrazas hasta que no se pueda pasar, porque vivimos de eso. Al mismo tiempo, tenemos a una población desplazada que ya no va al centro porque no tiene nada que hacer allí, porque el centro es un recinto preservado para otra gente, no para nosotros. Todo cuadra.
A estas alturas no vamos a esperar soluciones razonables para preservar el patrimonio de Málaga en todos sus órdenes. Pero quizá sí podemos cultivar entre la sociedad civil la idea de que Málaga está para usarla, no para dejarle ese privilegio a otros. Es evidente que la divulgación de la idea de que en Málaga no hay mucho que preservar tenía una intención clara: aletargar entre los malagueños el sentido de pertenencia y disfrute de su ciudad para dejar el campo libre al negocio turístico. Sin embargo, es importante subrayar que el patrimonio histórico, cultural, medioambiental y público de Málaga existe, por más que lo hayan negado; y que la mejor manera de preservarlo es haciendo uso del mismo de manera responsable, esto es, haciéndolo, con la conciencia de que tal patrimonio es nuestro y de que si no lo usamos, si lo abandonamos al turismo o a su suerte, entonces sí acabará desapareciendo. Hace falta creatividad y alevosía para transformarlo, pero de eso se trata, con la premisa de que aquí no sobra nadie. Hasta gastarlo por el uso.
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