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  • Esta exposición va a permitir conocer la producción de un pintor que quiso ir más allá en una pintura que dominaba espectacularmente

En 1865, el pintor francés Edouard Manet visitaba el Museo del Prado; al contemplar las obras de Velázquez, no pudo menos que exclamar: "Sin duda el pintor de los pintores". Este que esto les escribe está absolutamente de acuerdo con el artista impresionista autor de Olympia y de El bar del Folies Bergère; sin embargo, considera que dentro de lo que alberga la gran pinacoteca madrileña, sólo por haber contemplado El Descendimiento de Rogier Van Der Weyden, ya ha valido la pena haber nacido. Tan grande es su naturaleza artística, tan espectacular su composición, tan impresionantes sus rojos y azules, tanta fuerza compositiva desprende, tan genial la manera de plasmar los ropajes y las carnaduras de los personajes y tanta belleza desentraña que uno la tiene como el más grande de sus iconos artísticos. Por eso, cuando el Museo del Prado anunciaba este febrero una gran exposición del pintor nacido en la ciudad valona de Tournai, uno no veía el tiempo de encaminarse hacia la capital de España y postrarse ante algunas de las obras maestras de este pintor flamenco que fue, sin duda, uno de los artistas adelantados a su época.

Aunque la popularidad de su coetáneo Jan Van Eyck fue mayor en su momento y la Historia lo colocó en un escalón creativo inferior, en el contexto general del arte de aquellos geniales pintores flamencos del siglo XV, no cabe la menor duda que aquel Rogier de la Pasture es uno de los grandes artistas que ha dado el Arte de todos los tiempos. Esta exposición va a permitir conocer la producción de un pintor que quiso ir más allá en una pintura que dominaba espectacularmente.

Rogier Van Der Weyden fue capaz de plasmar la realidad absolutamente tal y como ésta se concibe. Quizás esto para él era lo más sencillo. Todos los esquemas representativos que hacen transcribir lo real fueron llevados a cabo por el pintor flamenco a lo largo de toda su vida; sin embargo, su entusiasmo pictórico buscó más allá y quiso, también, mucho más. Estuvo muy por encima del rigor clásico de la pintura; se saltó a la torera las leyes de la perspectiva; la estructura compositiva era en sus pinceles algo susceptible de ser modificado cada vez que su intención así lo requiriese; formuló pintura con las bases de la escultura y a ésta le dio toda clase de planteamientos pictóricos. Humanizó lo divino e imprimió a sus vecinos características divinas cuando formaron parte de sus increíbles composiciones. Osó transgredir las leyes de la iconografía cristífera, suprimiendo la barba del Nazareno moribundo y cambiándola por una incipiente producida durante los hechos pasionales. Dotó de especialísimo sentido plástico a todos cuantos elementos formaban parte de sus obras y adelantó muchos siglos una pintura que, desde él, tuvo un particular nuevo planteamiento.

La exposición madrileña gira en torno a cuatro de las obras fundamentales del artista: El Descendimiento, El Tríptico de los Sacramentos, El Calvario y El Tríptico de Miraflores. La primera, encargada por el Gremio de los Ballesteros de Lovaina para la Capilla de Nuestra Señora de Extramuros y que, tras diversas vicisitudes, se encuentra en el Prado desde 1939, proveniente del Monasterio del Escorial, lugar que lo cobijó desde que Felipe II lo llevó en 1566, nos deja el triunfo de una nueva vía pictórica. En una caja, a modo de retablo, el artista coloca la escena pasional. Una pequeña cruz para las proporciones, mucho mayores, de la figura de Cristo, centra la composición. Tras ella y subido a una escalera, un criado, en forzadísima postura, sostiene el brazo descendido del Redentor, mientras en su mano derecha lleva los largos y punzantes clavos. Las figuras de Nicodemo y José de Arimatea completan el grupo que bajan el cuerpo muerto. Los dos presentan actitudes dolientes, sobre todo el último que llora entristecido. Cristo presenta, todavía, la corona de espinas; nos ofrece un cuerpo poco atlético, sin las huellas de la flagelación. Tiene los ojos cerrados y una incipiente barba de pocos días. Su cuerpo traza una línea quebrada que es paralela al cuerpo de la Virgen que se nos ofrece con un inconmensurable manto azul. El particular Calvario se completa con el poderoso dramatismo de María Cleofás, con un magnífico juego de tocado, contrastando poderosamente con la de María Magdalena, en una actitud mucho más teatral.

El Tríptico de los Siete Sacramentos fue pintado hacia 1540, actualmente se encuentra en el Museo de Amberes. Como ocurría en El Descendimiento, el pintor realiza otro acertado planteamiento pictórico. Juega sabiamente y con valiente arbitrariedad, con los espacios, los volúmenes, las escalas, los formatos y las perspectivas, asimismo, combina partes pintadas sobre la tabla con otras pintadas sobre estaño y adheridas al propio tríptico. La obra se presenta como una sucesión de escenas donde se representan los siete sacramentos y donde intervienen toda una galería de personajes que han sido extraídos de todas las clases sociales. En la tabla central una grandiosa cruz, ligeramente desplazada hacia la izquierda, se levanta sobre las naves, también, monumentales de una iglesia. De la cruz pende un Crucificado, de escueta configuración pictórica, dominando las alturas de las naves; a sus pies la gran figura de San Juan destaca sobre las demás. En una escala menor y con una compleja perspectiva aparece el Sacramento de la Eucaristía, con el oficiante en el momento de alzar la Sagrada Forma. En las tablas laterales se suceden las escenas del resto de los sacramentos, también en un formato considerablemente menor.

La tercera gran obra de la muestra es EL Calvario de El Escorial, otra obra monumental, en tamaño y en dimensiones artísticas. Ha sido restaurada recientemente y, ahora, se presenta en todo su esplendor. Cocebida como un gran retablo, Cristo aparece muerto en una disposición parecida a la que encontramos en el Tríptico de los Siete Sacramentos. Lo mejor de la obra son las imágenes de san Juan y la Virgen, planteadas como esculturas. Son dos soberbias imágenes cuyos ropajes en blanco cotrastan poderosamente con los paños rojos del fondo. Se trata de una bellísima e impactante composición, donde la grandiosidad de la pintura de Van Der Weyden se hacen más que evidente. Un dibujo determinante sirve como arquitectura para el tratamiento de una composición donde la realidad pierde sus medidas para alcanzar una mayor cota de bella expresividad.

Por último, el Tríptico de Miraflores, pintado para la Cartuja de la población burgalesa, hacia 1445, se encuentra actualmente en Berlín. Las tres tablas plantean la relación íntima entre Cristo y María. En el primer panel, ella adora al recién nacido que se presenta en su regazo; el panel del centro nos conduce ante la imagen de Cristo muerto llorado por su Madre que lo recoge, también, como en el anterior, en su regazo. La tabla de la derecha ofrece el encuentro de Cristo resucitado con la Virgen. Las escenas se desarrollan en una especie de pórticos que se abren, la central y la derecha a un paisaje abierto y la de la izquierda, a una especie de iglesia abovedada. Dignos de destacar son las esculturas pintadas que aparecen en las arquivoltas donde se desarrollan escenas de la vida de Cristo y María. De esta son muy importantes la simbología del color de sus túnicas, la primera de un blanco virginal, pureza; la segunda, roja, el amor y el dolor, mientras que el azul de la tercera, simboliza humildad y trsiteza.

La exposición del Prado se completa con otras obras atribuidas al propio pintor y a alumnos aventajados del mismo. Son obras maestras que reflejan sin duda un tiempo artístico extraordinario, con un autor que rompe los límites de lo antiguo y lo moderno, creando, la definición de lo eterno. Sin duda uno de los gigantes absolutos de la pintura.

ROGIER VAN DER WEYDEN

Museo del Prado, Madrid.

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