Gilles Lipovetsky | Filósofo y sociólogo

“La solución menos mala para Europa es una inmigración selectiva”

  • El autor de ‘La era del vacío’, referencia intelectual clave en el presente, participa este lunes en un coloquio sobre la emergencia climática en el Museo Picasso Málaga, dentro de la programación del MaF

Gilles Lipovetsky (París, 1944), este domingo, antes de la entrevista.

Gilles Lipovetsky (París, 1944), este domingo, antes de la entrevista. / Eloy Muñoz / MaF

La aparición en 1983 de La era del vacío convirtió a Gilles Lipovetsky (París, 1944) en una referencia intelectual en Europa como primer crítico de la postmodernidad y creador del concepto hipermodernidad, asociado al individualismo, la indiferencia y la ligereza como diagnóstico crucial del presente. Llegaron después otros libros como De la ligereza, La sociedad de la decepción, La felicidad paradójica y El imperio de lo efímero (todos ellos publicados en España por la editorial Anagrama) que hicieron de Lipovetsky un autor reverenciado dentro y fuera de los círculos académicos y el sociólogo más influyente de su generación. Este lunes, el autor comparte en el Museo Picasso Málaga a las 19:30 un coloquio sobre los retos de la emergencia climática junto al filósofo José Carlos Ruiz y el director del museo, José Lebrero, dentro del ciclo Málaga de Festival (MaF). Antes, este domingo, atendió a Málaga Hoy para esta entrevista.

-¿Podemos ver en las movilizaciones contra el cambio climático una oportunidad para superar el individualismo, para crear tal vez una seducción generacional?

-El reto climático es una cuestión crucial. Y estamos abocados a tomar medidas contra el libre arbitrio de los individuos. Hacen falta reglas y leyes en un contexto puramente colectivo. Aparentemente, estas medidas podrían funcionar como una maquinaria anti-individualista. Por ejemplo, si prohibimos el uso de los coches en el centro de las ciudades, estamos impulsando una medida anti-individualista, porque ya no tenemos la libertad de coger el coche para ir a donde queramos; y, al mismo tiempo, impulsamos el uso de otros medios de transporte, como los transportes públicos o la bicicleta. Pero, al mismo tiempo, no deja de haber una lógica individual que se recompone de algún modo. Por ejemplo, en el compromiso de cierto volumen de consumidores sobre la cuestión alimentaria. Hoy muchos compran productos bio, pero, para ellos, esta opción no es una respuesta tanto a la urgencia climática como a su propia salud. De hecho, para ciertos consumidores, los productos biológicos entrañan una forma de compromiso, pero a modo de elección individual que da sentido a su existencia. Si alguien compra frutas biológicas lo hace para oponerse a la globalización, al mercantilismo, a todo eso, como una revancha contra la mundialización de la economía, para no ser una marioneta del marketing, pero lo hace como reivindicación de sí mismo, como una cuestión de identidad. Un segundo ejemplo: el turismo.

-La piedra filosofal.

-Sí, desde luego. En los últimos años hemos visto aparecer muchas modalidades de turismo responsable: viajeros que rechazan el avión por las emisiones de CO2 y optan por medios más limpios, condicionando a esta exigencia sus destinos si hace falta; y gente que organiza sus rutas por libre, lejos de los touroperadores y del turismo de masas. Pero todo esto se hace no por un compromiso común, sino por una identidad individualista. Me refiero a tentativas personales, vamos a no ser borregos como todo el mundo, vamos a huir del turismo de masas, vamos a evitar ir a destinos clásicos como Venecia, si en vez de subir a un avión cojo una bici demuestro que soy un ser libre y autónomo.

"Con la obsesión que ha generado, el coronavirus es un buen síntoma de la hipermodernidad"

-En gran medida, esa conciencia climática descansa sobre la convicción de que la naturaleza es una entidad frágil, agredida por la actividad humana. Sin embargo, ¿no nos recuerda la crisis del coronavirus, por ejemplo, que la naturaleza no sólo puede ser impredecible sino, también, adversa?

-Desde luego, la naturaleza no es frágil. Si la temperatura del planeta sube hasta cinco grados a finales de este siglo, como está previsto, eso al planeta le da igual. Nos afecta a nosotros, no al planeta. La idea de fragilidad únicamente tiene sentido aquí en relación al hombre. En ese escenario de aumento de las temperaturas habrá que lamentar un desastre para cierta población del mundo, habrá migraciones y crisis humanitarias, Andalucía se convertirá en un desierto y en Siberia habrá palmeras, pero nada de esto es importante para el planeta. Aquí lo fundamental es la gestión política para evitar que cinco millones de personas se vean obligadas a desplazarse.

-¿Es el coronavirus la epidemia de la hipermodernidad?

-Sí, es una manifestación muy clara. Por una parte, vemos el nuevo papel de la información: sólo se habla de esto, la obsesión que hay por todas partes con este asunto revela hasta qué punto la sociedad está hiperinformada. Otro rasgo fundamental es el culto a la salud: salvo para las personas de más edad, el coronavirus no representa ni de lejos el problema que representó la sífilis en su momento. Es cierto que es un problema serio, pero para merecedor de esta obsesión. Por último, el coronavirus es un buen embajador de la globalización: nació en China y se expande por todas partes merced a la rapidez de los viajes y la conexión inmediata del planeta. Por todo esto, sí, el coronavirus es un síntoma de la hipermodernidad.

-¿Sería aplicable al feminismo la paradoja que señalaba antes respecto a la conciencia medioambiental entre las causas comunes y las posturas individualistas?

-Hay aspectos del feminismo contemporáneo que no son paradójicos: cuando las mujeres reivindican la igualdad de salarios, ahí no hay paradoja alguna. Es una exigencia completamente legítima. Tampoco hay una lógica individualista cuando las mujeres aspiran a ejercer todos los oficios, lo mismo que cuando reivindican el derecho de disponer de sus cuerpos o cuando protestan contra la prohibición del aborto. Ahora bien, donde sí encontramos cierta paradoja es en el Me Too: por una parte, esta reclamación expresa de forma clara cuestiones relativas a los sentimientos de los mujeres con tal de hacer recapacitar a los hombres, o a algunos hombres. Permite además a más mujeres hacer público su sufrimiento y ganarse el respeto de la sociedad. Pero no todo dentro de este fenómeno es respetable. Primero, porque hay excesos: la justicia que propugna es muy rápida, inmediata, casi del far west, con lo que se deja al presunto agresor sin herramientas para defenderse. En nombre de la justicia se deja de lado a la misma justicia, porque en democracia es importante que nos podamos defender. Pero la verdadera paradoja se encierra en cierto número de mujeres que, dentro del feminismo, se posicionan sistemáticamente en el victimismo. Esto no es bueno para la emancipación de la mujer, precisamente porque su status tradicional es el de la víctima. Así que en nombre de la libertad se regresa a una defensa de la tradición, de ahí la paradoja: reclaman autonomía y respeto pero se reivindican como víctimas. No creo que ésta sea una medida revolucionaria, ni que tenga un efecto liberador sobre la mujer. Es mucho más liberador tener más mujeres cirujanas, que piloten aviones, investigadoras o emprendedoras que mujeres presentándose como víctimas. Una cosa es que haya víctimas entre las mujeres y otra que se haga bandera del victimismo.

El sociólogo y filósofo francés, durante la entrevista. El sociólogo y filósofo francés, durante la entrevista.

El sociólogo y filósofo francés, durante la entrevista. / Eloy Muñoz / MaF

-Desde el imperio de la ligereza, ¿es más fácil convertir el victimismo en mercancía y espectáculo que una emancipación real?

-No, yo no diría tanto. Es la seducción femenina lo que se convierte en objeto de una mercantilización terrible. Si atendemos a la moda y a la venta de cosméticos el mensaje que encontramos es que si compras esos productos podrás seguir siendo bella. La paradoja del feminismo tiene más que ver con la información que con la mercantilización, que por su parte ha impuesto tradicionalmente a la mujer una carga demasiada pesada, con roles excesivamente estereotipados.

-¿Cree usted, como Leibniz, que vivimos en el mejor de los mundos posibles?

-Habría que concretar de qué parte del mundo hablamos. ¿Europa, Norteamérica, el Primer Mundo, la Rusia de Putin, China, la Turquía de Erdogan, en los países de África donde viven con dos dólares diarios? Yo preguntaría mejor si el capitalismo y la democracia ofrecen el mejor de los mundos posibles. De entrada, hablamos de dos fuerzas que evolucionan, nada estáticas. Como sabemos, la democracia está hoy amenazada. No se encuentra al borde del abismo, pero carece del sostén con que contaba en otros tiempos. En cuanto al capitalismo, lo que sí está claro es que tiene que cambiar. Yo no estoy en contra del capitalismo, pero hay muchos tipos de capitalismo. Me declaro a favor de la competencia y la ambición personal, pero no de cualquier forma. Lo ideal sería una economía liberal pero sometida a intereses superiores. La economía debe ser un medio, no el fin. A partir de aquí, no hace mucha falta teoría para comprobar que el capitalismo es el mejor de los medios actuales: basta con echar un vistazo al mundo. Pero si es el mejor medio es porque puede adaptarse a determinadas condiciones, como el respeto al medio ambiente y la inexistencia de desigualdades insalvables entre las personas. Hay mucho que corregir, pero el capitalismo nos ofrece precisamente el mundo que mejor permite su propia corrección.

-¿Casos como el de Salvini, que demuestran que los populismos tampoco tienen las soluciones de las que carecen los Estados, abocan a Europa a una frustración todavía mayor?

-El ascenso de los populismos y la extrema derecha tiene mucho que ver con la inmigración, que no es un problema pequeño ni efímero, sino que va a perpetuarse durante siglos. Ahora tenemos cuatro millones de refugiados en Turquía que intentan llegar a Europa, junto a toda la población del Magreb que sueña con el mismo destino, pero Europa puede acoger a un determinado número de personas. Los populistas se dedican a protestar, pero lo más grave es la parálisis de Europa, porque hace falta una respuesta global, por ejemplo para ayudar a Grecia: es increíble y triste que Europa no ponga los medios para solucionar esa crisis, que no exista una política de inmigración común. Yo me siento muy europeo, pero el panorama es desolador: los ingleses ya se han marchado, países del Este como Polonia y Hungría están en manos de gobiernos populistas, las naciones envejecen y parecen no tener soluciones. Habría que avanzar de manera más sólida.

"El sistema ideal es una economía liberal pero sometida a intereses superiores. Un medio, no un fin"

-Pero, ¿hay soluciones?

-Sí, las hay. No hay que ser pesimistas, pero sí actuar. Si no abordamos la cuestión de la inmigración, en un contexto de debilidad democrática, habrá reacciones. Los partidos tradicionales podrían ser barridos. Recuerda lo que pasó en Alemania, cuando Merkel abrió las puertas la extrema derecha se comió el Parlamento. Primero habría que atender a los países que viven el problema en sus fronteras, como Italia y Grecia. Europa no puede seguir mirando hacia otro lado. A partir de aquí, la menos mala de las soluciones sería una inmigración controlada y selectiva. Reconozco que desde el punto de vista ético esta opción es muy problemática, pero la política no es la ética, o no lo es en exclusiva. Es terrible, pero es así. Con la ética podemos hacer cosas horribles, mira cómo los nuevos fascismos reivindican los derechos humanos. Si no nos movemos, el progreso se acaba. Y si no actuamos, entonces sí que será difícil integrar a tanta gente. Admito que es un drama cerrar las fronteras a personas que están amenazadas, pero no hay respuestas simples. Habría que distinguir entre inmigración económica e inmigración política, porque no son lo mismo y atienden a razones bien distintas. Tenemos que ser inteligentes, porque si no los populismos seguirán avanzando y seguirán sembrando el odio, eliminando los matices, creando tensiones indeseables, así que corresponde actuar antes que ellos. No soy un profeta, no tengo las claves, pero sí creo que hay que ser honestos y tener respuestas colectivas fuertes, a nivel europeo. Sin esas respuesta volveremos a tener a líderes como Salvini, capaces de dejar a su suerte a personas a la deriva en el Mediterráneo.

-Respecto a la educación, Vox ha propuesto en España el Pin Parental, un derecho a veto en la escuela por motivos ideológicos que las familias pueden ejercer a través de sus hijos. En algunas comunidades ya se está aplicando. ¿Qué le parece?

-Es fundamental tener confianza en los profesores. No puede ser que estén siempre sometidos al descrédito. Esto es muy peligroso, porque si los alumnos no perciben que se respeta a los profesores la enseñanza, sencillamente, no tiene lugar. Hay que reforzar siempre el respeto a los profesores, incluso cuando corresponda criticar su labor. Y esto debe ir de la mano de una formación continua para los profesores. Pero si se le da a la familia la posibilidad de juzgar y hasta de vetar los contenidos, la educación no es posible. La familia es privada, la escuela es pública, republicana y laica. Hay que hacer de los profesores una autoridad intelectual a través de un gran proceso de formación, de la mejora de sus salarios y de sus condiciones de trabajo. Ése es el fondo de la cuestión.

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