Cultura

Igor Stravinsky debe morir

  • La OFM interpreta hoy y mañana en el Cervantes 'La consagración de la primavera', pieza para ballet del genial compositor ruso cuyo estreno en París en 1913 constituyó un escándalo no exento de violencia

El 29 de mayo de 1913, Europa se preparaba para entrar en el siglo XX a manos llenas mediante la inhumana sangría que corrió durante la Primera Guerra Mundial. Pero aquella noche, en el Teatro de los Campos Elíseos de París, la música lo hizo por la puerta grande con el estreno de La consagración de la primavera de Igor Stravinsky (Oraniembaum, 1882-Nueva York, 1971), una pieza orquestal para ballet que puso patas arriba todos los órdenes mantenidos hasta entonces respecto a armonía, timbre, ritmo y textura. Si cinco años antes Picasso había puesto su significativo punto y aparte para la pintura con Las señoritas de Aviñón, ahora el ruso, que ya había sentado precedentes peligrosos con otras obras para ballet como El pájaro de fuego (1910) y Petrushka (1911), se proponía descabezar cualquier atisbo de estética sonora convencional. Aquel coso de alaridos con irregularidad extrema en los compases y partitura imposible provocó en la velada parisina un escándalo sin precedentes en la que no faltaron amenazas ni agresiones físicas. Hoy (a las 20:30) y mañana (a las 20:00), la Orquesta Filarmónica de Málaga (OFM), dirigida por Rubén Gimeno, interpreta en el Cervantes una versión de concierto de La consagración de la primavera, en un programa completado con El príncipe Igor (Marcha polovtsiana) de Borodin y el Concierto nº 1 para violín y orquesta, Op.77, de Shostakovich. Motivo más que suficiente para recordar aquella noche que cambió para siempre la manera de entender la música.

Fue el director de la compañía de los Ballets Rusos, Sergei Diaghilev, quien programó el estreno de La consagración de la primavera en la temporada de 1913 del Teatro de los Campos Elíseos. La obra, una fábula mitológica que recrea el sacrificio ritual a la diosa Primavera, exigía un esfuerzo sin paliativos a músicos, director y bailarines. Entre quienes la han dirigido sobre la tarima abunda el comentario en torno a la cantidad de litros sudados: compases irregulares y de cambios frenéticos e impulsivos, ajenos a cualquier racionalidad, junto a virajes radicales de tempo e intensidad, se traducen en una música orgánica, telúrica, dirigida a lo más profundo del instinto y próxima a la agresividad. El estreno parisino contó con la coreografía de Vaslav Nijinsky y la dirección de Pierre Monteux. A pesar de la dificultad de la representación y de los previsibles contratiempos (los miembros del ballet se quejaban de que la energía reclamada para cada movimiento ponía en peligro la integridad de sus órganos vitales, lo que provocó agrias disputas ente Stravinsky y Nijinsjy durante los ensayos), ninguno de ellos podía imaginar lo que la actuación iba a dar de sí. En su cuento Las ménades, Julio Cortázar apuntó cierto reverso de los mismos espíritus que se desataron aquella noche.

Diversas crónicas y artículos periodísticos de la época coinciden en la descripción de lo sucedido. Las reacciones no se hicieron esperar. Ante el tronar de los metales y timbales y la ruptura de todas las ideas concebidas sobre la forma, la mayor parte del público comenzó a silbar y a patalear. Conforme avanzaba la interpretación, los ánimos, lejos de sosegarse, enardecieron: cada llamada de atención de los responsables del teatro era contestada con un fragor aún mayor. Nijinsky dirigía a sus bailarines, visiblemente asustados, subido a una caja y a voz en grito, para hacerse escuchar. Pronto, algunos que hasta entonces habían guardado silencio exigieron respeto hacia la obra y el compositor, con la misma contundencia. De esta manera se crearon dos bandos, partidarios y detractores, que en pocos minutos fueron bastante más allá de las palabras: puñetazos, bastonazos y duelos cuerpo a cuerpo se sucedieron en los palcos y el patio de butacas, además de desmayos entre las señoras. Entre los testimonios destaca el de la condesa de Pourtales, que rompió su abanico llena de ira mientras se defendía de los golpes que le caían. Maurice Ravel, que defendió la calidad de la partitura, fue insultado al grito de "¡sucio judío!", a lo que respondió el pintor Jacques-Emile Blanche en defensa del anterior: "¡Id todos a freír espárragos! ¡Sois una pandilla de ignorantes!". Stravinsky, atónito ante aquella situación y temeroso de su propia integridad, se escapó como pudo entre bastidores después de que alguien pidiera su cabeza, y Diaghilev ordenó encender y apagar las luces en ráfagas como intento último para calmar la ira.

El mérito de aquel trago correspondió sin embargo a Monteux, quien, según las crónicas, dirigió impertérrito a la orquesta, ajeno a la batalla campal, y logró conducir la partitura hasta su final. El mismo fue lo más parecido a un paisaje después de la contienda. Un dato singularmente curioso del episodio es cómo toda aquella violencia se integró de alguna manera en la reacción ante lo artístico; así reza el testimonio de un espectador anónimo: "En algún momento debí perder el conocimiento, o al menos el dominio de mí mismo. Cuando lo recuperé, me di cuenta de que estaba golpeando con mi puño la cabeza del caballero que estaba sentado junto delante de mi asiento. Intentaba seguir el ritmo. Pero él debía haberse quedado también inconsciente, porque no reaccionaba". La pregunta es: ¿Podría una obra de arte provocar hoy la misma respuesta? Stravinsky, a quien no le gustó mucho recordar el caso mientras vivió, huyó aquella misma noche a Bolonia. Él lo sabría.

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