Cultura

Una luz que se apaga

Luis Landero. Editorial Tusquets. Barcelona, 2009. 240 páginas. 17 euros.

Leyendo esta pequeña novela de Landero, uno recuerda aquellos cuentos de Aldecoa donde la vida transcurre oscuramente, en un silencio grave y monitorio, mientras sobre el lector se va formando un intangible nimbo de amargura. Allí, en aquella literatura de posguerra, era el hombre acuciado por la fatalidad, perseguido por la injusticia, cortejado por el hambre, quien consumió sus días sin luz y sin futuro. En esta obra de Landero, sin embargo, es un señor cualquiera, llegada la hora de su muerte, quien hace enumeración de sus menguadas hazañas. El artificio aquí es pertinente; Landero ha puesto un hombre a morir, a solas con su letanía, y es lógico pensar que en la profunda noche, dormidos los relojes, los viejos fantasmas de otra edad visiten a quien está, en suspenso, al borde mismo de la vida.

Quizá el lector (el improbable lector) recuerde las Cinco horas con Mario de Delibes. En una habitación desnuda, una mujer confiesa su estupor, su miedo, su impudicia, sobre el cadáver tibio de su marido. Sobre esta vieja idea, sobre esta mínima escenografía, tal vez Landero haya querido ejecutar su Retrato de un hombre inmaduro. Inmaduro no tanto por las fantasías que confiesa deshilvanadamente su protagonista; sino porque el hombre, cualquier hombre, no deja de ser un niño ofuscado y trémulo hasta el día en que le cierran los ojos. He aquí lo que escribe Landero, lo que dice su personaje en la página 186: "Quedarse de verdad solo en la noche es eso: es quedarse huérfano de lo mejor que tiene uno mismo. Quedarse a solas con el pobre diablo que uno es". Sin embargo, como antes o después relatará el protagonista, la soledad y la noche son el nudo abisal que propicia los sueños: sueños de riqueza, fantasías de aventura, vagos ideales filantrópicos que, a la mañana, se disuelven en la bruma como aquellas mujeres, generosas y espléndidas, que lo visitaron en sus vagabundeos oníricos.

En algún suplemento se ha escrito, y con razón, que el Retrato de un hombre inmaduro es sólo una colección de anécdotas reunidas por el talento de Landero. Esto es rigurosamente cierto. Sin embargo, esa crítica no parece muy acertada. De hecho, la memoria humana se estructura así, en un continuo entretejerse, arbitrario y disperso, de cuanto hemos vivido o inventado. Por contra, habría que saber si en esta novela de Landero se reproduce eficazmente el fluir aleatorio de los recuerdos, y la caprichosa insistencia con que nos asaltan hechos y rostros sin importancia. También si esta confesión a un interlocutor sin nombre parece forzada, o si el tono oral de la novela, el coloquialismo obligado del escritor, no queda sepultado por un lenguaje excesivamente literario. A todo ello respondemos que no, salvo en algún pasaje enumerativo y ocioso. Probablemente, el Retrato de un hombre inmaduro no sea otra cosa que lo que parece: la anodina perorata nocturna de un hombre que sabe que va a morir, y por ello habla desmesuradamente, como en última instancia, esperando que su eco perdure de algún modo.

A quién le habla este enfermo terminal, cuya vida ha sido tan extraña, tan desvaída, tan sorprendente y dolorosa como cualquier otra. Quizá a un enfermo contiguo, quizá a una enfermera piadosa, quizá a la propia muerte, que aguarda su cosecha. No parece muy importante saber la identidad de esta sombra tutelar, y sí saber que todo hombre, por el hecho de estar vivo, cree hallar un motivo para envanecerse de sus días. Este hombre inmaduro de Landero tuvo amores, tuvo sueños, tuvo algún deseo cumplido, tuvo miedo a ser cobarde o ser mezquino. Tuvo, en fin, una vida singular y despreciable como tantas. Y eso, en puridad, basta para justificar nuestros pasos por el mundo. Si además tuvo esperanzas, si conoció la dicha, si supo del esplendor, del vértigo, de la hermosura, tal vez sus horas no hayan sido en vano.

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