El príncipe constante | Crítica

Los reinos que son de este mundo

La producción de ‘El príncipe constante’ a cargo de la Compañía Nacional deTeatro Clásico.

La producción de ‘El príncipe constante’ a cargo de la Compañía Nacional deTeatro Clásico. / Sergio Parra

De la nueva producción de El príncipe constante de Calderón se pueden (y se deben) decir muchas cosas, pero, de entrada, lo que a uno se le ocurre es que si hubiera que justificar la existencia de una institución como la Compañía Nacional de Teatro Clásico, con sus ya cerca de cuatro décadas de trayectoria, con todos sus avatares, sus logros y sinsabores, bastaría poner este montaje sobre la mesa como argumento definitivo para tal justificación. Igual va siendo hora de comprender, asumir y reconocer que a Calderón se le ha tratado mal en España en el último siglo, se le ha conocido poco y se le ha representado peor más allá de los tópicos avinagrados en torno a La vida es sueño. Y habría que buscar las razones de este desencuentro no ya en la desafortunada lectura de próceres como Menéndez Pelayo, incapaces de ver más allá de las prebendas inquisitoriales; sino, más aún, en la particular absolución, como si se le perdonara la vida, de la que fue objeto Calderón por parte de nuestros ilustrados, los mismos que ni siquiera se dignaron en prestar atención a Shakespeare (con la excepción de Leandro Fernández de Moratín, y de aquella manera) con tal de atenerse a las recomendaciones de Voltaire y compañía. De nada sirvió que el romántico Goethe supiera ver en El príncipe constante una síntesis de la poesía (esto es, de la búsqueda espiritual a través de la palabra) en todo su recorrido universal: Calderón es una figura incómoda, difícil de ubicar, al que fácilmente se le pueden adjudicar prerrogativas morales de encaje complicado mientras que su poética navega en un fondo muy distinto. La última tradición teatral española ha sido particularmente injusta con El príncipe constante dado que no ha sabido ver más allá de una presunta defensa acérrima de la fe como excusa para el conflicto religioso. Hasta ahora.

Porque, justamente, Xavier Albertí ha dejado hablar a Calderón (su versión es escrupulosamente fiel al texto original, con las licencias justas) para llevarlo a aquella misma pasión con la que Goethe abrazó El príncipe constante: la libertad de conciencia como primera ley moral. Evidentemente, Calderón no podía formular a las claras una argumentación semejante, pero sí intuir de alguna forma su necesaria entrada en juego en un contexto además tan convulso como el choque de civilizaciones. Así, tras darle a El gran mercado del mundo lo que era suyo, Albertí recupera El príncipe constante con la trascendencia y la posición adversa a la Historia como razón bélica que le son propias. Si por esto debió nacer la Compañía Nacional de Teatro Clásico, hace ya tanto tiempo, o tan poco, ha valido la pena.

Este órdago se sirve en un espectáculo inolvidable, con un reparto tan amplio como en estado de gracia: nunca ha visto servidor a un Lluís Homar tan conmovedor, tan lleno de verdad, tan capaz de decirlo todo con muy poco. El trabajo de Beatriz Argüello y Arturo Querejeta es magnífico, perfecto siempre en dicción, gesto y posición, limpio y cristalino, sin una sola impostura, al igual que el resto del elenco. La puesta en escena y la música, entre el minimalismo y cierto constructivismo de aspiración espiritual, constituyen la alianza perfecta. Si hay reinos que son de este mundo, Calderón, ahora lo sabemos, figura entre ellos.

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