Me expreso mucho mejor por escrito que verbalmente. No sé si mis trabas para el cara a cara son el peaje de mi devoción por la tinta y el papel. No sé si la escritura es un refugio por mi incapacidad para saber llevar a los sonidos exactos lo que pasa por mi cabeza. No sé si es el traje perfecto para mi introversión o las secuelas de ese descubrimiento tan doloroso y a la vez tan terapéutico de 'la herida del niño'. Pero así ha sido siempre.

De un tiempo a esta parte, la curva ha dibujado una nueva figura. Noto de un lado que mis días de plenitud literaria ya no subirán más el listón más allá de algún chispazo; al mismo tiempo, también percibo cómo algunas de las capas que me impedían ser certero en el cara a cara se han desprendido. Es rara esta sensación de perder capacidad en las manos para ganarla con la lengua. Una fase evolutiva en cualquier caso, y no hay necesidad de usar las etiquetas de mejor o peor, imagino que toca pasar otra crisálida, abrazar el cambio y pensar en la nueva ganancia adquirida.

Así que, aunque irónicamente lo estoy expresando a través de esta columna, celebro mi paso al frente de comunicarme mejor con las personas en conversaciones. Y no es precisamente que piense que mis textos sean malos, sino que uno se imaginaba envejeciendo a lo Hemingway, siendo capaz de parir una novela cada uno o dos años, que las canas también le sientan bien a la literatura. Ahora, en cambio, me refugio en textos más breves para que reluzca mi verbo. Imagino que es la manera de no pensar en las derrotas que he sufrido cuando he intentado escribir un libro extenso. De compensarlas con atajos o triquiñuelas morales. Quizá sea una inteligente manera de vencer a ese monstruo de la decepción. Puede que solo quiera ganar tiempo (irónica expresión esta). O seguramente sean todas esas cosas a la vez.

Y ahí ando, entre columnas de opinión, pequeñas creaciones diseminadas por redes sociales, pasodobles, notas que tienen a mi móvil como único confesor. Y eso no quita para que me sienta bien orgulloso de ellas y les reconozca mi calidad. Ni siquiera pretendo que esto llegue como un lamento, en mi cabeza es solo la biografía de otro momento vital más.

Igual que disfruto más de las conversaciones. De cómo ahora vomito con más facilidad los fantasmas que antes levantaban muros en mi garganta. Y aunque nunca he sido muy fan de mi voz, me siento más henchido al oír cómo va consiguiendo cada vez más identificarse con el proceso neuronal que las llevó hasta mi lengua. Ese darwinismo es también una maravillosa noticia para sobrevivir a un mundo en continuo cambio, más con el papel en peligro de extinción.

A lo mejor va siendo hora también de aceptar la reflexión que mi amigo Mario, otro escritor frustrado como yo, me hizo tiempo atrás cuando le pregunté si me veía escribiendo una novela: "Relatos cortos, Malo. No te hace faltan grandes giros ni muchos personajes. Tú puedes desarrollar muy bien los sentimientos. Las pequeñas tramas. Yo empezaría por ahí. Y lo más importante: escribes muy bien, pero eso es una presión muy grande. No te cargues la mochila". Quizá va llegando la hora de que, casi por arte de magia, abra mi palabra a nuevos términos. Al final, lo importante es no dejar de comunicarse bien y encontrar la plataforma que mejor se adapte a ello, no la que más te guste.

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