Tinta con limón

Ave, Fénix

El Carnaval es flamígero en los corazones y las entrañas, que es lo que debe agitar por encima de cualquier parte del cuerpo

Una parte de mi amor por el Carnaval murió cuando lo hizo Juan Carlos Aragón. Múltiples autores le daban calidad, pero solo él lo elevó a un arte mayor. Él, como nadie, aunó belleza musical y valentía en las letras. Y lo hizo en plena decadencia de esos dos ámbitos, cuando el borreguismo iba creciendo en los mensajes que no decían nada, que solo pretendían estar pero no ser; y en los sones mecanizados e industrializados sin ánimo de emocionar, sino de manufacturar. El Carnaval, al menos como yo lo concibo, dejó de perder fuego y alma hace tres años, con ese doloroso adiós de uno de los mejores trovadores que he leído y escuchado. Y justo en esta edición despistada semiveraniega, en esta fiesta descolocada del calendario y del frío, un Ave Fénix me ha hecho volver a creer. A creer en la fusión de la alta literatura y conmovedores acordes como arma infalible para pelear contra gigantes y molinos, como lanzadera para atreverse a remover conciencias.

Los Renacidos suenan a Juan Carlos. Sus acordes y versos extendidos. Su rima interna. El dardo embutido en una rima original. El puñal que se clava vehiculizado por un juego de palabras maravilloso. Las músicas frescas que se encadenan con frenesí y una interpretación coral, bien afinada y pronunciada, pero sin renunciar al acento castizo de la tierra. Para cualquier poeta o músico decir que suena a otro sería un insulto. El Chapa y Raúl Cabrera (polémicas de la presentación aparte) no han podido recibir elogio mayor en su vida. El inicio del popurrí es para quedarse a vivir en él, la banda sonora de la eternidad para el carnavalero que crea que hay un cielo esperándole tras la muerte.

Hay quien vive el Carnaval como la fiesta exclusiva del 3x4, quien perdona letras ambiguas o tibias si vienen vestidas de una música que le acaricie el alma. Lícito es. Para mí, en pleno contexto mundial de populismo, discursos carentes de humanidad y autenticidad en peligro de extinción, me parece un desperdicio imperdonable escribir una comparsa de oropel. Los grupos de Juan Carlos Aragón invitaban a pensar por ti mismo. A demostrar al tirano que al látigo de su mano se le puede combatir con las flechas de la garganta. Y no solo haciéndolo como método de defensa para las injusticias, sino como arte sublime y parido en humilde cuna. Con músicas arrebatadoras al servicio de palabras denodadas. Un trozo de alma de Juan Carlos Aragón ha estado sonando estas semanas en el Falla, y ese era el único legado carnavalero que a él le importaba, que hubiera gente valiente dispuesta a librar batallas guturales entendiendo que el 3x4 se puede equiparar a registros tan reputados como la ópera, el jazz o la música clásica.

Los versos de fuego han renacido. El vuelo libre de aves a quienes no quieren decirles a dónde dirigirse. El Carnaval vuelve a ser flamígero en los corazones y, sobre todo, en las entrañas, que es lo que debe agitar por encima de cualquier parte del cuerpo. Ahí es donde vive esta filosofía musical que sublimó Juan Carlos Aragón y que gracias a Miguel Ángel García Argüez me ha hecho recuperar la fe en que en los próximos años la auténtica oposición al manido mensaje político la enarbole el pueblo. Ave, Fénix: los que van a morir por esa idea de Carnaval te saludan.

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