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Rictus de tormento
Doble fondo
EL sentido común, el menos común de los sentidos, dice que un hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. No fue el caso del diputado nepalí que asistió ayer desde la tribuna del Parlamento de Katmandú a la estampida de todos sus colegas haciendo caso omiso de su discurso mientras la tierra se retorcía.
Algo impensable en España. Gracias a la feliz interactuación de las placas tectónicas. Este país sufre una gran actividad sísmica (bajo tierra y sobre ella, con los rábulas tomando las tertulias), pero no se presta a sacudidas cruentas. Ya es polvo de arcano la del seísmo feroz de 1755, con 2.000 muertos en las costas de Huelva y Cádiz, amén de otras 15.000 en Lisboa.
Nuestros terremotos son mayormente larvados. Los cimientos del Estado del bienestar se tambalean entre escombros de promesas rotas pero eso no es óbice para que el glorioso arquitecto de los últimos cuatro años presuma de sacarnos de la ruina en la que nos dejó su antecesor, aunque su labor suena a muchos más a demolición que a construcción, sobre todo en las plantas medias del tambaleante edificio España. Ahora llegan bisoños equipos de emergencias al rescate, soportando flatos de desprecio de los viejos bomberos pirómanos.
El estado de cosas no llega a las cotas dramáticas del 98, recién perdidas las colonias de Cuba y Puerto Rico y en guerra con Marruecos. Un precursor de esa pesimista generación, Ángel Ganivet, proclamó que "para salvar la patria más valía echar a un millón de españoles a los lobos si no queremos arrojarnos todos a los cerdos". Ahora, la crisis ha empujado a más de un millón de jóvenes españoles al exterior. Y a lo peor, los cerdos se comen a los lobos. De locos.
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