Hace unos días participé en una mesa redonda sobre el suicidio invitado por la asociación Justalegría. El encuentro fue provechoso y cálido en muchos sentidos, pero también la preparación de la tertulia me resultó bien ilustrativa. En la búsqueda de datos y gráficos comprobé que Málaga sigue estando entre las ciudades de España con un mayor índice de suicidios (en los registros del año pasado su tasa triplicaba la de Madrid), pero conviene coger el asunto con alfileres: el suicidio es un fenómeno poco conocido y menos estudiado en España, principalmente porque a menudo el entorno de cada caso prefiere que se adjudique otra muerte a la causa y de hecho no faltan jueces y autoridades que acceden para facilitar el trago a las familias, con lo que, presuntamente, los suicidios son bastantes más de los que indican las estadísticas. Pero si de números hablamos, resulta que el Instituto Nacional de Estadística no empezó a recibir los datos sobre suicidios de los institutos forenses hasta hace muy pocos años, con lo que durante demasiado tiempo no se ha podido establecer un mecanismo fiable para la obtención de información. De cualquier forma, parece que sí, que la cantidad de gente que decide darse muerte (hago caso a Ramón Andrés y empleo la fórmula clásica en lugar del común suicidio, término lleno de recelos inculpatorios que subraya la calidad criminal en quien muere) no ha dejado no sólo de conservar, sino de ampliar su porcentaje en Málaga. He visitado lugares, dentro y fuera de España, conocidos por una inclinación notable entre sus vecinos y habitantes a darse muerte, y casi todos ellos comparten climas adversos durante buena parte del año, rigores fríos y poco o nada propicios al solaz en las regiones del interior, escasas opciones creativas respecto a la conducción de la propia vida, aún menos oportunidades de ocio y crecimiento personal y otras características sombrías. Pero, ¿Málaga? ¿Con esta luz, con este sol? ¿Con esta bendición mediterránea? ¿Con tanta gente en la calle?

Cuestiones sobre la crisis aparte (desahucios, quiebras, fracasos en una amplia gama que condicionan cualquier aproximación a la autólisis), Málaga se ha convertido, casi sin que nos demos cuenta, en una gran ciudad. No sólo en una ciudad grande, sino en un foco de crecimiento y de proyección a pesar de las dificultades para conservar su población (en lo que tendría mucho que ver el encarecimiento de la vivienda, pero ése también es otro tema). La cuestión es que la apuesta por la cosmópolis devino más bien en megápolis, o en el ansia de serlo a toda costa. Pero parece que nadie se ha parado a ver las consecuencias sociales directas del asunto. Málaga es una ciudad en la que cada vez vive más gente sola, abocada a diversas categorías de marginación. El gentío de turistas que llena calles y museos es una ola ajena a quienes resisten en sus casas, y cada vez es más fácil sentir que no se forma parte. No vendrían mal más corazón y menos marketing. Lo contrario no pinta nada bien.

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