Si no hubiera exceso, ¿dónde quedaría la rutina? Tienen razón los días laborables de Gil de Biedma, pero eso lo escribió precisamente el poeta de la desmesura, por algo sería. Quien no conoce el vértigo difícilmente sabrá qué es la seguridad de tener los pies bien plantados en el suelo. Me reconozco partidaria de los menús excesivos, de los adornos caseros, de los regalos, de los abrazos, felicitaciones y reuniones festeras. Hasta las temidas comidas de trabajo tienen su punto: vas a ellas como al patíbulo y terminas eufórica como si hubieras vencido a Napoleón en Waterloo. En mi casa el capricho estaba mal visto (el laísmo y el despilfarro, pecados capitales) pero llegaban los Reyes y se producía el prodigio. Ni se me ocurre hacer apología de tiempos pasados y aún menos satanizar a los padres de ahora, conozco familias jóvenes que ni tienen a los niños narcotizados con el móvil ni compran su silencio con quincalla, porque tampoco pasan la tarde con ellos en las grandes superficies. Unas joyas. Pero tampoco ignoremos que este capitalismo histérico nos quiere pantagruélicos las 24 horas del día y así no hay quien sea capaz de distinguir entre lo extraordinario y la vida cotidiana. Una pena, porque los excesos dejan un rastro que también me conmueve: a partir de hoy mismo las cestas de la compra parecen dictadas por Grande Covián, mucho yogur, mucha espinaca, mucha fibra –mención aparte de los precocinados, más baratos que la fruta, sin duda–. Pero en general, aunque sepamos que volveremos a no ir al gimnasio ni a renovar las clases de inglés, enero es el mes de las rebajas... en la mesa. Entre sobras y coliflor, mal que bien volveremos a ponernos el pantalón del botón rebelde. Los excesos felices son un síntoma de cordura de la misma manera que otros excesos –verbales, físicos– nos deberían alarmar. Hemos tenido en estas navidades imágenes excesivas de crueldad que salpican: manchan a la civilización que deberíamos ser y al tiempo que habitamos. Nuestro tiempo. Ya estábamos advertidos de que los campos de batalla de este siglo son las ciudades y de que los objetivos son civiles, pero que veamos hospitales arrasados, niños y ancianos masacrados y periodistas asesinados con buena puntería es un exceso que ni la distancia nos evita la sensación de culpa. Más cerca y, todavía, sin sangre hemos visto en Nochevieja niños en primera fila de un aquelarre en el que se colgaba metafóricamente al presidente del Gobierno. Sin duda, es responsabilidad de sus mayores, pero al mismo tiempo un síntoma de inmunidad a la crueldad que rebasa límites que conciernen a todos. Linchamientos de juguete: verdaderamente tienen difícil superar el espectáculo. Ni ofreciéndoles Hatred, el videojuego sangriento, prohibido en algunos países, que daría pesadillas al genocida Ratko Mladic. Como para ponerles luego Pepa Pig.

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