La escolaridad y el periodismo deportivo me dejaron la costumbre de hacer los balances y los cambios de ciclo en septiembre. Por eso los propósitos de Año Nuevo me suenan a chino, al primer gran anuncio que emite la televisión de nuestras conciencias. Y a inversión baldía: esos empeños no hacen sino revelar las insatisfacciones y frustraciones acumuladas. Si no eres feliz con lo que ya posees, difícilmente lo serás teniendo lo que te falta. Los propósitos duran lo que las burbujas del champán que te bebes cuando los deseas; luego llegan la rutina de enero, la desidia de febrero y el solecito de marzo, y hacen que los cementerios de proyectos abandonados se superpueblen. Otra gran verdad que los invalida es una frase que me regaló un buen amigo: "El primer paso para no hacer algo es decir que lo vas a hacer". Esta máxima es demoledora con las almas laxas y los deseos sin solidez; he bebido de ese veneno. Cacarear los propósitos en una red social es un genocidio de voluntades.

A mí, de hecho, me encantaría sugerir a quien lea esto que enfoque 2021 deshaciendo propósitos, quitándose capas para llegar a su esencia. Intentamos enfocar nuevos planes y seguramente lo más sensato sea vaciar la mochila. De pesos y de ideas muertas. Del inútil coleccionismo de personas que están pero ya no nos aportan. De sueños malogrados que uno intenta preservar a la desesperada, como aquellos que conservan prendas de un familiar difunto creyendo que así una parte de ellos seguirá viva. Tampoco conviene dejarse engañar mucho por eso de que 2021 será mejor que 2020. De hecho, los primeros días serán terribles de nuevos datos de víctimas, contagios y cepas mutantes. A largo plazo, a medida que la vacunación cunda, la pandemia aflojará yugos. Pero 2021 no deja de ser 365 casillas. Y la actual nunca garantiza la siguiente. Seguro que habrá quien piense que la salud ha pasado de necesidad a artículo de lujo.

A mí el 1 de enero me regaló un hecho que siempre me fascina: el conocimiento de una palabra que da forma perfecta a una idea que me rondaba por la cabeza. Se llama momentum, en inglés significa impulso y se trata de un concepto físico que se aplica a numerosos campos. Yo me hago mi propia acepción: la potestad de hacer que algo se ponga en marcha y que sea su propia inercia la que lo avive. Y por naturaleza, lo más (sensatamente) opuesto al propósito de Año Nuevo. Porque aquello parece pulsar un botón y esperar que ocurra; el momentum recuerda más a cómo, sin necesitar a nadie, somos capaces de convertir un columpio quieto en una fuerza imparable, que hasta nos lleva a pensar que rozaremos el cielo. Con todo lo vivido (y perdido), es buen momento para sembrar en nosotros mismos. Pero no enfocando una meta, sino creando esa capacidad de movimiento para que, venga lo que venga, nuestro impulso sea capaz de paladearlo o amortiguarlo. Y reforcemos esa convicción de que el camino está en nuestras suelas, no en la arena que pisamos.

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