Quien afirma que no puede vivir sin el mar ni miente ni exagera. La playa es el bautizo de los inocentes, la complicidad de romances pasajeros, el hogar del domingo, el retiro de quien se pasó la vida dejando huellas. La playa es el tiempo más absoluto, porque es el de todos al mismo tiempo y el de nadie en particular. Las manecillas se acompasan al ritmo del corazón. El tiempo, en la playa, es arena sin reloj; y un reloj en la playa es una arena sin tiempo.

El tiempo en la playa no se acaba ni siquiera en el "niños, que nos vamos", porque se estira con un "mamá, el último bañito". Hasta el sol, el auténtico vigilante de la playa, va compensando su furia enemiga del mediodía con un suave atardecer a cámara lenta. Azul, rosa, naranja; hasta llenarse de sangre. Una sangre que no duele, sino hecha para parir a una luna compañera. Por si dos bocas vivarachas quieren enfrentar a sus lenguas para seguir jugando a ser inmortales. Por si las familias quieren venderle su alma a una moraga. Por si los pescadores quieren dejar su caña lanzada en el agua, para llevar algo a casa o simplemente para recordar el cordón umbilical que les une con el mar.

En el agua el adulto es más niño que cualquiera de los suyos y sobre la arena la filosofía del pequeño es más sabia que la de los mayores. Pero quién no es mejor en la playa: el ingeniero de la sandía; la tortilla tres estrellas Michelin; geómetras de la hamaca; señoras que procuran el milagro de los panes y los peces en la mochila y en la nevera; esas cronógrafas de la toalla que no saben cómo se llamaba el dios del sol, pero sí la latitud exacta donde encontrar La Meca del bronceado.

La playa es una franquicia de la libertad. Aun cuando el vecino de toalla está tan cerca que no cabe ni un ojopatio. Ni aunque la arena venga parcelada por la distancia de seguridad. Los niños corren hacia el mar como el prófugo que está a punto de dejar atrás la cárcel. Los bañadores y bikinis despegan de la piel las miserias cosidas al uniforme de trabajo.

La única frontera en la playa, la orilla, no divide, une. Y no deja cicatrices, acaso alguna salpicadura con las armas saladas y frías que disparan las carreras de los niños. Es trampolín de ímprobos equilibristas. Es pasarela de piernas cansadas que en paseos infinitos recuperan su juventud y sus recuerdos (y una torre de Babel horizontal: todas las huellas son iguales). Es platea de quien quiere mirar al horizonte a los ojos o ver el alma de las olas que se mueren en sus pies. Y las mareas y las corrientes se presentan en su regazo entrelazándose en el rebalaje, porque ellas no pueden cantar, pero espantan sus males bailando. La orilla es la aduana del mar, tan generoso que todo lo devuelve. La miseria del hombre y a los hombres que viven en la miseria; los mensajes que navegaron sin botella y las botellas que llegaron sin mensaje.

Y tras un día en la playa, llegamos tan muertos a casa. Porque vivimos en ella intensos y sin tiempo. Quizá por ello la playa sea un cielo más real que cualquiera de los que prometen las religiones. Quizá por ello no podamos vivir sin ella los que en ella nacimos. O quizá no podamos morir sin ella.

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