El modo en que el Gobierno tuvo que recular tras el primer anuncio relativo a la salida de los niños a la calle demuestra hasta qué punto está la sociedad española sensibilizada con este asunto. Los más pequeños llevan ya demasiado tiempo metidos en casa, lo que puede tener consecuencias indeseables a nivel intelectual y psicomotriz si bien mucho antes del diagnóstico cabe hablar de una merma lamentable en muchos sentidos. Realmente, la idea de que los niños no pudieran dar un paseo por la calle, pero sí meterse en un supermercado o un banco, donde el riesgo de contagio es elevado (qué entrañables, por otra parte, los pedagogos que tardan dos segundos en advertir de que los niños "van siempre restregándose por todo lo que ven"; lo suyo era la zoología pero debieron confundirse de aula), tenía algo de pintoresco, de ocurrencia genial, de dejadme el cohete que yo lo guío. De inmediato, claro, surgió el descontento, cuando no el choteo; pero, especialmente, esa especie de conciencia parital llevada al extremo, la mayor asunción de la responsabilidad educacional que pasa, parece, por convertir a los niños en mártires de todo esto: con lo que están sufriendo mis hijos y que venga usted con éstas. Es cierto que muchas familias afrontan situaciones difíciles y especialmente adversas para los pequeños ante la obligación de llevar el confinamiento en espacios muy reducidos y con pocos recursos; pero también lo es que, venga, tampoco el bienestar de los niños es precisamente una de las cuestiones que más preocupan a la sociedad española. Todas y cada una de las polémicas suscitadas en los últimos años en materia educativa se han dado, siempre, por razones ideológicas, nunca en relación con lo que afecta directamente a los alumnos. Si por los perjudicados inmediatos fuera, este país ya se habría puesto en pie para exigir el pacto educativo correspondiente y el mayor reconocimiento profesional a los docentes. Pero qué bien sabe eso de quedar de padre comprometido con el Gobierno a tiro.

Sea como sea, el lunes los niños volverán a la calle y podrán pasear hasta una hora cada día. Los parques, presumiblemente, seguirán cerrados, pero convendría hacer una reflexión seria y de largo alcance en Málaga, donde el centro, y bastante más allá, se ha convertido en un territorio cerrado a cal y canto a los niños (esos mequetrefes, maldita sea, tienden a jugar e incluso a corretear por ahí, no se están quietos en una terraza y encima en lo que se refiere al consumo y al gasto son del todo dependientes) mientras en los barrios buena parte de las infraestructuras dedicadas al juego infantil dejan mucho que desear, arrastran un abandono bien visible o son ya impracticables. Así que estaría bien seguir reparando en los derechos de los niños también cuando el Gobierno no cometa un error. Málaga deja mucho que desear en materia de igualdad cuando de menores se trata, por más que se considere amiga de la infancia. Solucionarlo también es hacer política (bien).

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