Tras chispazos de advertencia, el verano se cuela de golpe por las ventanas y armarios con su dictadura de lo urgente. Las vidas y los planes se aceleran. Los romances se hacen más cortos, pues la compañía de una cama es más calurosa. El verano es dionisíaco e hipnótico, te convence de que no se irá nunca. Su profeta, el sol, se convierte en el único capaz de ganar una disputa al reloj. Más horas de frenesí. Si en invierno entramos en boxes, el verano es la lanzadera de las pulsiones.

En este de 2021 entro sin brújula, o acaso con la de Jack Sparrow. La pandemia me ha abonado a un funcionariado del ocio y a un día de la marmota pero sin Bill Murray y con la taladradora alarma del iPhone en vez del I got you, babe. El sábado tuve un momento místico recién vacunado de mi primera dosis (ya soy del clan Pfizer). Estaba en la zona de espera, aguardando los 15 minutos posteriores de precaución, y la escena a mi alrededor me pareció apocalíptica. En el amplio salón del Palacio de Ferias, cual hospital de campaña, el goteo de gente pasando por los sets de vacunación era imparable. Dos o tres minutos y el siguiente, por favor. Cientos de personas a mi lado en sillas de clase separadas milimétricamente para dejar una disposición casi marcial. Una riada de personas entrando y saliendo sin cesar, como si fueran extras de película distópica apareciendo a golpe de guion.

Me fui de allí pitando para llegar a la comunión de mi sobrina Marta. Otro escenario, otro mundo. Ropas para la ocasión, una sala mucho más pequeña y un discurso del cura ralentizando las manecillas del reloj. Un tiempo distinto. Y por supuesto, una actuación perfecta de los tres niños que recibían la comunión. Coordinados, sin fallos, con buena dicción. Y lo más escalofriante: el mismo cambio de rictus facial cuando les decían que posaran para la foto. En un escalofriante trasunto de la vida adulta. La única disidente fue la más pequeña de los presentes, mi sobrina Alma, que se negó a quitarse la mascarilla en toda la ceremonia, por más que fuera por rebeldía infantil o la respuesta a estar aburrida por obligarla una hora a permanecer quieta y en silencio.

El último de los contrastes y despistes del día me lo dejó el Hungría-Francia. Casi 70.000 personas en el estadio. Sin mascarilla, sin camiseta y sin separación pero con permiso sanitario para ello. Con escenas propias de toda la vida haciéndome sentir más desubicado aún en casa. Confío en aterrizar poco a poco. Porque pensar que soy Truman en su show me da escalofríos a 30 grados a la sombra.

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