El tiempo es el auténtico soberano de nuestras vidas. Si existiera alguna divinidad, ni siquiera se acercaría a su poder. De hecho, la propia inmortalidad no deja de ser una bula que él concede. Si el silencio desaparece en cuanto se nombra, el tiempo es un fugitivo de nuestras palabras; ni siquiera podemos tener un cara a cara con él porque siempre nos da la espalda en nuestra torpe persecución. El tiempo, cuánto tiempo invertido en hablar de él.

Cual Zeus que se transformaba en río o árbol para seducir a una ninfa, el tiempo elige poliédricas maneras para aparecerse ante nosotros, aunque hubo quien creyó que para cazarlo bastaría con encarcelarlo en un reloj. Como si la arena o los dígitos pudieran domar su latido de acero. Pero bien por un descuido de autocomplacencia que ofrece una fisura, bien como la manera que elegimos para sobrevivir a su dictadura, a veces somos capaces de cambiarle el traje y hacerlo más llevadero, estirarlo a nuestro antojo o intentar congelarlo para disfrutar de esos momentos en que nos regala los instantes más placenteros de la vida. Toda esta reflexión viene a cuento de que el sábado completé mi vuelta número 42 al sol, y me dio por medir el tiempo de otra manera. Porque aunque de pequeño nos enseñen que la tierra tarda un año en describir una órbita en torno al astro rey, uno imagina que loa pesados movimientos de elefante de este bendito planeta necesitarían mucho más tiempo para completar esa vuelta. Todo lo contrario que la luna, a la que vemos cada día salir de su escondrijo, mutar de color y forma, darse un garbeo por el universo con la gracilidad de una bailarina. Y esos 28 días para terminar el giro ante la Tierra dan la sensación de tener más prisa.

La película In time me encantó por esa visualización del tiempo en tu propia piel, esa sensación de inherencia. Por el mayor aprecio que se le da al tiempo cuando es cuenta atrás, porque así tomamos más conciencia de que esto de vivir es cuestión de gastar, no de acumular. Quizá el ideal de esa película extrapolado a la realidad sería que una muñeca nos mostrara el tiempo que hemos desperdiciado en tonterías. El que nos tomó acumular experiencias felices. El que compartimos con la gente que de verdad nos importa, el que regalamos a personas superfluas y el que se llevaron aquellas a las que no nos dio tiempo a conocer. Y otro en blanco, sin medición de pulsaciones y pasos ni mail o WhatsApp sincronizados, que nos dijera cuánto nos queda de vida. Porque antes que pensar en un año y 28 días, siempre será mejor salir de la cama dispuesto a coleccionar otro sol y otra luna. Que el mañana siempre está fuera de tiempo.

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