Hace ahora justo un año de mi última visita al templo del Pimpi Florida. Como prácticamente siempre, llevó el postre de continuar en el Indiana. Pura paradoja: en dos de los sitios más claustrofóbicos de Málaga me siento especialmente libre; y ahora, con la pandemia invitando a huir de los sitios cerrados, más preso se nota uno.

Sea en 2021, 2022 o cuando sea, volverá esa vieja normalidad. La vacuna curará el virus (y las mentes inconscientes) y llenaremos los bares, que para eso el ADN español es consumista. La vida, me temo, no será igual. Al menos por un tiempo. Como después de cada guerra, porque esta lo es, los ricos saldrán más ricos, los pobres saldrán más pobres. Y a mí, se me eriza todo con solo recordarlo, se me viene a la cabeza la última vez que las armas pasaron por Málaga: nos dejaron 'la Desbandá', una ruina, una orfandad política, mucho miedo. Si la historia está condenada a repetirse, la nuestra no invita a ser muy halagüeño.

Ya me escamaba la progresiva pérdida de identidad de la ciudad en los últimos años. Sí, derivada de un indudable crecimiento económico y turístico. Pero en ese difícil equilibrio, el de la esencia y el avance, para mi gusto nos quedamos demasiado más cerca de ser ciudad-objeto que de ciudad-atracción. El comercio local ha ido muriendo, el apellido de las franquicias ha colonizado bastantes fachadas señeras. Las luces de calle Larios han ido provocando más apagones en Campanillas o Churriana. El centro se ha hecho tan neurálgico que algunos barrios (no necesariamente marginales) están mutando en guetos. El grito de los vendedores de almendras ha sido engullido por el de los comerciales peleándose, 'flyer' en mano, para cazar a los turistas con el bolsillo juguetón. Hemos abierto decenas de museos a medida que íbamos descuidando más aún el sistema educativo. Le hemos ofrecido una barra libre a Antonio Banderas para que plasmara su idea de negocio donde quisiera y puesto las cosas más difíciles a los artistas de la escena local, que anda bastante más necesitada de impulso. Y ojalá me equivoque, pero asoma el temor a que esos contrastes sean más acusados a partir de ahora.

Quizá comer en el bar de siempre sea un lujo tras la pandemia. O una copa cueste lo que hoy valen dos. Esta semana una encuesta de la Comisión Europea nos hizo saber que el 93,9% de los que aquí residen son felices. A mí una mente ávida de respuestas me preguntó si siempre he vivido en Málaga. Respondí que sí, y con la fortuna de haber viajado bastante sabiendo que aquí me esperaba mi hogar a la vuelta. No quiero ni imaginar que un día me fuera no por elección, sino por obligación o huida. Me da miedo. Un 93,9% de mí lo teme más que ayer.

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