Llevo años intentando escribir una novela. No quisiera morirme sin hacerlo, pero lo cierto es que los pasos que he dado han sido muy cortos. Hace falta tiempo. No soy escritor, solo alguien que escribe ocasionalmente. Sería una falta de respeto a los profesionales. Solo la comprarán algunos familiares y amigos (y por compromiso). Ninguna editorial estará interesada. En el fondo, todas esas justificaciones que aplacan mi cabeza son los disfraces del miedo.

El miedo a no estar a la altura. A que el resultado final corrobore mi incapacidad. A no tener conocimientos suficientes. A decepcionarme a mí mismo por no saber extrapolar al papel lo que boceto en mi cabeza. A tener que abortar la misión a mitad de camino. A admitir que no estoy a la altura de mi sueño. A la cobardía de no ser valiente.

Esas tribulaciones no son una manifestación con pancartas y voces chillonas en la puerta de mi ordenador, no. Las muy canallas viven escondidas bajo los centros nerviosos, desactivando cables desde dentro; vertebradas por un silencio mucho más irritante que cualquier grito externo. Un autoboicot involuntario. Supongo que alguien que lea esto me escribirá y me animará a atreverme. "Tú estás tonto, claro que puedes". Me pregunto si alguien me dirá: "Haces bien. Si no te ves preparado, no crees esa presión innecesaria".

Y es que siempre me intriga qué pasa con lo que uno escribe. Hay quien te traslada su opinión ocasionalmente (gracias) y quien no falla nunca (millones de gracias). Más allá de cómo interpreta cada cual los distintos mensajes, desde el momento en que el artículo está terminado, se abre la puerta de toriles para expectativas y fantasmas. Hoy en día los textos digitales se pueden medir; tendrá 12, 250 o 5.000 visitas, pero no los sentimientos que uno experimenta cuando los lee. Me gustaría sentarme con un café ante quien me ha leído y me contara sin ambages qué le ha parecido. Porque es una suerte indescifrable: he escrito artículos convencido de que gustarían bastante y pasaron desapercibidos; y otros en los que maldije a musas de garrafón que me devolvieron elogios inesperados. Me gustaría saber si alguien abandona la lectura a mitad de texto, quién está deseando que me quiten mi privilegiado escaño de escritura harto de mí. Si se aprecian algunas metáforas sesudas, un juego de palabras bien traído o los mensajes sutiles que a veces oculto bajo el techo de las letras.

Si cada lunes me hago estas preguntas (y más que no caben aquí), no me quiero imaginar la erosión que supondría un libro. Porque eso de la soledad del escritor es mentira. Uno escribe con su peor crítico (uno mismo) y multitud de personas que, te lean o no, están ahí sumiéndote en preguntas dolorosas. Aunque solo existan en tu cabeza.

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