Me gustaría abrir una escuela. Una para adultos. Aclaración: definamos adulto como toda aquella persona desprovista de inocencia. Así que sería un colegio para gente dispuesta a desaprender, a tirar por la borda ideas cosidas en sus cerebros y corazones por las convenciones, los tópicos y el qué dirán. Una escuela donde aprender siendo libres, sin miedo a ser juzgados, con la mente abierta en lugar del cuaderno en blanco.

En esa escuela, llamémosla omniescuela o escuelísima, porque la intención sería aprender en cantidad y en variedad, habría un programa variopinto. Estudiaríamos Papel y Pantalla, para aprender a dar más preponderancia a un libro que a un móvil o una tablet. Intentaríamos hacer entender que una sola palabra de Lorca, Shakespeare o Hemingway vale más que mil imágenes subidas a las redes de los influencers.

Las asignaturas de sexualidad integrarían gran parte del temario. Para entender que nunca se es viejo para practicarlo ni para entenderlo. Que el pudor es solo una torpe ceguera. Que el placer de la mujer es tan válido como el del hombre. Y que sus distintas manifestaciones, vilipendiadas gratuitamente por la religión, son una manera de ser feliz tan natural como practicar deporte o un juego de mesa. Incidiríamos en llamar a las cosas por su nombre, a entender que debemos hablar del pene o la vulva con la misma naturalidad que del codo o el tobillo, y que ponerle un nombre infantil no es ninguna ayuda a un niño, sino una trampa innecesaria. Aprender a hablar con los pequeños de la sexualidad sin tabúes, con normalidad. También como una manera de prevenir daños futuros, episodios de acoso sexual o violaciones. Para crecer desinhibidos y no reprimidos.

El lenguaje sería una materia nuclear. Porque nos diferencia del resto de animales y le da forma a nuestra manera de pensar, de amar, de empatizar, de ser. Porque es un arma más poderosa que cualquiera de fuego o afilada. Porque a ojos de los demás somos los que hablamos o escribimos. Y porque necesitamos que sea más inclusivo; así acabaríamos con esos -ismos que lacran nuestra sociedad.

Habría asignaturas para validar las emociones. Enseñaríamos a padres y madres a desterrar frases como "por eso no se llora", "siempre hay que ser feliz" o "todos somos iguales". Porque las emociones reprimidas son heridas internas cuya hemorragia ahoga la adultez. Porque todo no es una frase de Mr. Wonderful y tan vital es verbalizar los fugaces momentos de felicidades como sacar fuera los pozos de amargura y vaciarlos. Porque todos somos distintos, y es precisamente esa diferencia lo que nos iguala a todos. Y puede que así el diferente dejara de ser el rarito y se acabara el bullying.

Y nuestra escuela tendría las puertas abiertas a todo el mundo. Pero quienes más nos interesarían como alumnos serían justo aquellos que creen que ya han aprendido lo que tenían que saber.

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